martes

IGNOTO


Después de miles de años de estar habitado este valle por los hombres no hay roca, peñasco, arroyo o árbol que no esté adornado con un nombre, una historia o una leyenda. Pero en muy pocas décadas todo este saber ya casi se ha borrado, sólo quedan desnudas denominaciones en las cartografías y los linderos legales. En este pequeño río se han parado a beber, descansar o pescar muchos hombres antes que tú, generaciones. Sólo hace falta mirar con atención las rocas marcadas, los senderos medio perdidos, las cicatrices de los viejos árboles.

Una vez viniste aquí con tu hijo el pescador pero no dejaste marca ni pusiste nombres nuevos a las pozas o las piedras más raras. Sólo contaste, con la frágil solidez de la voz, ciertas leyendas escuchadas por ti cuando eras niño y que aún recordabas. Hoy has vuelto. Montas con parsimonia, sin prisa, la caña de bambú y te has puesto a pescar. La pequeña garganta enseguida se embosca y a veces hay que lanzar de rodillas. Las truchas son pequeñas, negras, muy voraces. Tienen una cabeza grande que no se corresponde con el tamaño del cuerpo. Son muy peleonas, rabiosas, no dejan de retorcerse hasta que no las sueltas. La soledad se siente como si fuera terciopelo. Pescas con unos tricos grandes, muy flotones. Sabes que pueblos antiguos dejaron más arriba, en abrigos poco profundos, signos extraños y mudos porque hace muchos siglos perdieron el sonido que los afinaba. 
Tú no has escrito aún nada perdurable ni has marcado ningún símbolo en las rocas de la orilla, sólo mantienes esta arcaica afición a pescar, algún gen paleolítico te encarna. No pudieron con su química los diez mil años de agricultura y vida sedentaria, tal vez porque a ese gen el sabor del cereal o el de la carne de los animales mansos le parecía algo sosa y sin misterio, quizá echa de menos el sabor del montuno o del pescado salvaje, las ondinas, las sirenas, los grandes atunes que se extinguen. Aunque ya no los matas y a ti lo que te hechiza sea sólo la certeza que los peces que tocas no tienen ningún dueño, también su invencible furia cuando se saben libres o el frescor de este paraje paleolítico olvidado que hoy te esconde. Este gen ancestral y todavía vivo, mezclado con otros ya neolíticos (tu gusto por el pan recién hecho...), tira aún de tu cuerpo hacia los ríos, atraído por la dificultad de pescar y tocar truchas secretas, por perderte durante muchas horas sin hablar ni pensar en las promesas, los trabajos o el ruido. Una conversación de grullas te distrae. La “uve” vuela muy alta. Sales de la penumbra hacia una pequeña pradera seca para mirar el cielo y localizar el bando más alto que las nubes. Luego vuelves al agua y el río es una fiesta. En cada postura pica una, pero tener esta certeza no le resta ninguna emoción a cada lance, es lo contrario, una emoción más grande y más intensa te vuelve más atento, más feliz, más concentrado en el tricóptero de pelo y en todos los segundos de tu vida.

Se perderán las leyendas, los mitos y los rastros que dejaron los hombres en todos los rincones del paisaje. El ocre de los signos de  las cuevas de arriba se irá difuminando y las sendas se llenarán otra vez de zarzas y de ortigas. Aunque esperas que algún día, dentro de mucho, cuando tampoco tú existas, venga aquí el hijo pescador para acechar otra vez las truchas negras, asombrarse por el canto de las grullas y dejarse acariciar por el frescor de este arroyo diminuto e ignoto o del sonido que producen las palabras que marcas o que escribes aquí, cuando estás sólo, disfrutando de un río en la memoria. También suya.


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