Me metí en el refugio. Llovía
a cántaros. El río estaba crecido y revuelto. Imposible pescar. Encendí el
fuego de la chimenea. Me hab ía puesto un viejo chaleco de
verano que hacía muchos años que no utilizaba. Había metido unos hilos, una
caja de moscas y la bolsa con la comida. Al sacar el almuerzo y la petaca
descubrí que llevaba en el fondo una antigua libreta de escribir. Suelo tener
muchas, tipo Moleskine de pequeño tamaño. La hojeé, comencé a leer por una de
las hojas en las que resaltaba el título extraño que yo mismo había puesto: “Heliodoro Esmeraldas”.
Recordaba bien aquellas entrevistas. Mientras la lluvia golpeaba con fuerza la
cristalera del refugio de pesca seguí leyendo las notas que había
escrito hacía muchos años y que casi había olvidado:
—Desde
que atravesaron las armas los Pirineos, gente de La Hermandad que pertenecía al
XIV Cuerpo de Ejército nos guiaron atravesando toda España —me cuenta
Evaristo—. Parece mentira, más de veinte mulas cargadas y no tener ni un solo
encuentro ni con tropas de la República ni con los fascistas. Tanto Iker Elorza
como Jan tenían muy buenos contactos con la gente del coronel Domingo Hungría.
Se ha escrito poco sobre la gente del XIV Cuerpo. Eran gente diferente, independiente,
decidida y muy suya. Nada que ver con lo que contó aquel Hemingway, sobre todo porque
los guerrilleros no querían saber nada de corresponsales ni de glorias porque
para conservar el pellejo necesitaban ser anónimos. Entre los guerrilleros
había gente de ideas muy distintas, anarquistas, socialistas, comunistas,
republicanos de derechas, hasta gente apolítica. Todos mezclados, pero con una
lealtad entre ellos a sangre y fuego. Esa era una de las razones de su éxito.
Franco los temía pero el gobierno de la República no supo o no quiso abrir un
nuevo frente en la retaguardia.
En la
voz de Evaristo parece más suave lo que fue una aventura terrible y peligrosa:
—Cuando
llegamos a Gredos yo les hablaba en voz baja a las mulas, apenas un susurro,
derecha, izquierda, a la fuente del Viso, por la vereda de las Monteses, parar,
adelante, y los animales me obedecían a la primera, sin dudar ni una orden.
Hicimos la ruta de noche, sin luna, por quebradas y pasos que nos hubieran
aterrado si hubiéramos visto los abismos por los que atravesábamos. En un
terreno plagado de centinelas y tropas no vimos ni un alma, pero estaban ahí,
detrás de cualquier cancho. En esos puntos apenas iluminados de los pueblos de
valle. Fue la última noche antes de llegar cuando Jan vio al lince. Estaba
amaneciendo y nos metimos en un bosquecillo de robles para pasar el día y en
ladera de enfrente que los rayos de sol comenzaban a iluminar y a calentar. El
gran gato jugaba con el cuerpo inerte de un conejo. Jan se encaró la pequeña
carabina finlandesa que llevaba en bandolera. Apuntó al gato y apretó el
gatillo sin acerrojar antes el arma. La recámara estaba vacía pero el click del
percutor hizo palidecer a Iker. El lince nos detectó y desapareció en la
espesura en un segundo.
—¿Lo
viste, Evaristo? Ese animal es hermoso como un tigre —musitó Jan.
—Y por
la piel se pagan unos buenos duros y la carne con patatas no está mal —le dije
yo.
Evaristo
se acaricia el mentón y le asoma una media sonrisa. No todos son malos
recuerdos.
—Apenas
quedaban unos pocos kilómetros para llegar al sitio que habían preparado muchos
meses antes para esconder las armas. Yo para entonces ya no me fiaba de nadie,
sólo de Iker y de un amigo del pueblo llamado Heliodoro Cercas que había sido
guardaespaldas de Melchor Rodríguez. Los tres nos encargaríamos de descargar
las mulas y poner a buen recaudo las armas. Mientras, Jan y Teodoro nos
esperarían arriba. Al anochecer bajamos por el Collado de las Yeguas hasta la
casona medio en ruinas de mi tía Eulalia, el edificio no era gran cosa pero
tenía una inmensa bodega con una de las entradas escondida dentro de un gran
zarzal y la otra era una trampilla tapada con una losa en una esquina de la
antigua despensa. Todo el suelo de la bodega estaba entablado y era ideal para
alejar las cajas de la humedad. Habíamos traído, además, dos bidones de grasa
para fusiles y telas parafinadas para cubrir la munición. Tardamos toda la
noche en descargar el material, bajarlo y acomodarlo. Ya comenzaba a amanecer
cuando tapamos de nuevo la entrada con las zarzas que habíamos cortado y
volvimos a subir al collado. Volvimos a Madrid con la reata de mulas como si en
realidad fuéramos arrieros, con unas cargas de aceite que teníamos preparadas.
Nos pararon los guardias por lo del estraperlo, pero todo estaba en orden. Y
allí quedaron las armas, las dejamos a buen recaudo.
Heliodoro
está sordo. Usa un aparato antiguo que tiene un receptor grande como un paquete
de tabaco del que sale un cable gris que llega hasta el auricular.
—Alemán,
de lo mejor —afirma—. Me lo trajo hace treinta años un pariente que emigró a
Frankfurt y funciona como el primer día. He probado esos chismes japoneses en
miniatura pero no son lo mismo.
—Tienes
que hablar con Heliodoro— me había dicho Evaristo—. Él sabe algo que no ha
querido contarnos. Y aquí estoy, en la pequeña solana de la casona que en la
que está su carpintería. A lo lejos suenan las sierras que ahora maneja su
nieto y huele a bosque, a pinos recién cortados que rezuman resina. Y Helio
habla, tiene mucho que contar.
—Yo no
fui como estos que siguieron luchando y empalmaron nuestra guerra con la
mundial y luego con el maquis. Cuando estaba ya todo perdido decidí regresar a
mi tierra a esperar a ver qué pasaba. Me aterrorizaba más vivir en un país
extraño que el que me pegaran un tiro en el pueblo. Yo no me contagié de la
ingenuidad de Mera ni creí que nos tratarían con respeto, aunque nunca imaginé
la saña metódica de los fusilamientos, las torturas, el robo y la humillación a
las familias de los vencidos. Si hubiera sabido que el futuro sería ese no
hubiera dudado en salir corriendo al país más remoto del mundo. Una noche pedí
permiso a mi jefe, a Melchor Rodríguez que le habían nombrado alcalde y salí de
Madrid pocos días antes de su caída.
—No seas
loco, vete de España como tus amigos. No regreses a Jara porque os van a cazar
en el monte como a conejos y te van a pegar cuatro tiros en la plaza del
pueblo.
Pero no
le hice caso. Para un furtivo es fácil evitar los puestos de control, sortear
las trincheras y las columnas de soldados. Tardé en llegar a Jara una semana
entera campo a través, caminando siempre de noche a la luz de la luna. Sólo
tenía comida para dos días así que el tercero, cerca de Talavera de la Reina
puse unos lazos a los conejos cerca del río Alberche. Esa noche comí conejo crudo.
Ya de amanecida me hice una cama en la arena del río a la sombra de una mata de
sauces muy tupida y allí pase todo el día con la pistola preparada, durmiendo a
ratos. Por la tarde me descubrió el perro de un cabrero. Supongo que por el
husmo del conejo que me había comido, abrí la navaja y le agarré el hocico para
que no ladrase. Ya iba a cortarle el pescuezo cuando me descubrió el pastor.
—No haga
usted eso, señor. El animal no tiene culpa.
Solté al
perro que se escondió gimiendo detrás de su amo y me preparé para pegarle una
puñalada al hombre.
—¿Quiere
un poco de queso? —me preguntó sin muestra de miedo.
Entonces,
me dejé caer sobre la arena mirando al agua.
—Dicen
que por aquí ya se ha acabado la guerra, pero yo no me lo creo. Todos los días
me encuentro gente muerta por el campo, paseados. A veces gente que yo conocía,
buenas personas. También me encuentro de vez en cuando gente como usted, huidos
a los que se les pone enseguida ojos de alimaña. Yo no entiendo nada.
El
pastor me pasa medio queso de cabra en aceite, un trozo de tasajo y un buen
pedazo de pan tierno.
—Coma
usted lo que quiera que tendrá camino que andar —se levanta y se da la vuelta—
con Dios— murmura.
Sé que
no me va a delatar aunque mi lógica de policía me dice que me aleje de allí lo
antes posible, pero no me muevo, me meto aún más en la mata de sauces y me
pongo a devorar los alimentos como una alimaña hambrienta. Tardé cuatro días
más en alcanzar mi casa. Llegué de madrugada. Me escabullí por las tapias de
los corrales aprovechando el corte de luz pero temiendo que algún perro
comenzase a ladrar o que me topara con algún vecino sentado al fresco. Fui
saltando una a una las tapias bajas que separaban los corrales. Eran muros de
adobe y pensaba que en cualquier momento alguno se derrumbaría por mi peso,
pero no ocurrió nada. Cuando llegué al huerto de mi casa me recosté sobre el
poyo de piedra bajo el naranjo en el que mi madre se sentaba a hacer ganchillo
cuando hacía buen tiempo. Estaba agotado y sucio, convertido ya en una alimaña
más como había dicho el cabrero. La escalera de madera estaba puesta como
siempre para subir al secadero, así que crucé a gatas el patio. Había un luz
tenue en la ventana de la alcoba. Me asomé muy despacio para ver quién había
dentro. Reconocí a mi madre, al médico del pueblo y a alguien sobre la cama
arropado con la manta de piel. Se alumbraban con dos palmatorias y un quinqué
de petróleo, la escena me recordó un cuadro tétrico de un pintor famoso llamado
Picasso que había visto en algún sitio. Subí por las escaleras del secadero y
me eché sobre un montón de arpilleras de empaquetar algodón. Entraba fresco por
el ventanal y el lugar olía intensamente a higos pasos, melones de invierno,
ajos, cebollas y pimientos secos colgados en ristras de las paredes. Me sentí
protegido, como si los años pasados lejos de mi casa hubieran sido un extraño
sueño, me sentí feliz, con la plenitud de poder habitar de nuevo los olores placenteros
de mi vida. Devoré unos cuantos higos y me quedé profundamente dormido.
Al poco
alguien susurraba al oído mi nombre y me acariciaba la cabeza. Antes de salir
siquiera del sueño y de abrir los ojos ya estaba encima de aquel cuerpo
encañonándole la cabeza con la pistola, cuando abrí los párpados y descubrí en
la mirada de aquella mujer el espanto más profundo me derrumbé otra vez sobre
los sacos. No veía a mi madre desde hacía más de cuatro años. Se levantó del
suelo y comenzó a hablar despacio como cuando era un niño de pocos años y tenía
que darme instrucciones para hacer unos recados: vas a la casa de Antonia a por
una docena de mantecados y con el dinero que te sobre te acercas a la
carnicería de Pedro a por dos cabezas de cordero y se las llevas a Sebas el
panadero para que las hornee con el rescoldo...
—Escúchame
condenado —dice madre— cava un agujero grande y hondo junto al naranjo en el
que quepa una persona, después te lavas bien en la pila y te pones estas ropas
de tu hermano.
—Sí,
madre —balbuceé confuso.
—El
médico se ha ido y tu hermano que regresó ayer de América acaba de morir de
fiebres hace cinco minutos. Así que tú serás él, sois mellizos y os parecéis
mucho.
En un
instante pasé de ser un huido y un delincuente a ser un convaleciente, un
indiano de vuelta, un ciudadano respetable con papeles.
—Cada
tres o cuatro días vienen los falangistas y me registran la casa porque dicen
que escondo huidos, pero lo hacen por jodernos. Nos quemaron el almacén del
algodón y la casilla de los huertos porque dicen que soy roja, a tu padre le
tienen preso en la cárcel de Plasencia, condenado a muerte desde hace cinco
meses —lamenta madre.
Cavé
durante casi toda la noche, la tierra estaba dura y mi cuerpo débil pero hice
un agujero de más de un metro de profundidad y metro y medio de largo. Faltaba
una hora para el amanecer cuando me desnudé y me metí en la pila del patio para
quitarme la mugre. El agua estaba helada y no podía controlar la tiritera,
mientras mi madre había vestido a mi hermano con mis ropas y me trajo las
suyas.
—Ahora
póntelas y ayúdame a traer a tu hermano.
Dejamos
caer el cuerpo en el agujero. Su rostro seguía siendo más o menos mi rostro aunque
cuando entré en la habitación la mueca de su boca y las profundas ojeras
oscuras me parecieron las de un perfecto extraño. Sólo cuando al amanecer, metido
en la cama, me trajo mi madre un espejo para peinarme descubrí que yo tenía
ahora su misma mueca e idénticas ojeras negras. Me dormí con el sol ya alto.
Ella se ocupó de tapar el agujero y plantó sobre la tumba unas matas de fresas.
Me despertó el tacto de una mano fría sobre la frente y la voz ronca y
remotamente familiar del médico.
—Señora
está peor que ayer. Le ha subido aún más la fiebre, es una malaria grave, debe
ponerse en lo peor.
Yo seguí
con los ojos cerrados escuchando el hipo de dolor de mi madre y su llanto
apenas contenido, esperaba que en cualquier momento Don Nemesio descubriera el
engaño pero nadie descubrió el cambio, jamás hablé con mi madre de esa noche.
Incluso años después, ya muy anciana, era frecuente que me preguntara:
—¡Ay
hijo! ¿Cuándo sabremos algo de tu hermano, el huido?
Mi
hermano había marchado a Venezuela diez años antes para trabajar en la finca de
un primo segundo de mi madre, pero se cansó pronto de pastorear las vacas por
el páramo y se dedicó a cazar capibaras y anacondas en el pantanal, por la piel
y el sebo de las culebras le daban un buen dinero, luego comenzó a poner
trampas a los pájaros para cogerlos vivos porque según decía en sus cartas, los
loros, tucanes, colibríes y pájaros de colores se los compraba un americano a
muy buen precio tanto vivos como muertos, así que cada año le enviaba un buen
dinero a mi madre. Un año dejamos de recibir cartas y dinero. Muchos meses
después alguien envió un paquete desde Salamanca con su última carta, al
parecer mi hermano había comprado una concesión minera en Brasil, en una
provincia llamada Mato Grosso y esperaba hacerse rico en poco tiempo y como
prueba nos enviaba en un saquito de cuero de anaconda una pequeñas piedras
verdes opacas que nuestro padre creyéndolas sin valor lanzó por la ventana al
patio y se las comieron las gallinas. No volvieron a saber nada de mi hermano
hasta que llegó desde Lisboa en un gran “aiga” descapotable, un Oldsmobile
convertible la tarde anterior, al poco de bajarse del coche se derrumbó,
deliraba de fiebre. No trajo equipaje. Sólo un par de trajes caros y una
carpeta con mapas dibujados a mano, el pasaporte, diversos documentos oficiales
que mi madre analfabeta no entendió y tres piedras verdes en el bolsillo de la
camisa que descubrí yo mismo, la mañana en la que desperté convertido en él.
—Son
tres esmeraldas y valen una fortuna —le dije a mi madre—. Con ellas sacaremos a
padre de la cárcel y no pasaremos hambre en mucho tiempo. Guárdelas en lugar
seguro, madre.
Tardé
varias semanas en sanar de la fiebre producida por el agotamiento y lo poco que
comíamos esos últimos días antes de la caída de Madrid. Cuando salí el primer
día a la calle vestido con un elegante traje claro de lino y un sombrero
Panamá, delgado por la calentura pero moreno por la vida de los últimos meses,
siempre a la intemperie, todos los vecinos pensaron que era otro. Me había
convertido en mi hermano, el que se había ido a hacer las Américas poco antes
de la guerra y que había vuelto con un enorme “aiga” y seguro que rico. Ya no
era el hijo rebelde que se había ido a Madrid a luchar contra los fascistas,
seguro que muerto o huido a Francia, especulaban los vecinos.
Heliodoro
deja de hablar y comienza a toser. —Es el maldito “caldo de gallina” que fumo
—protesta— aunque el médico se empeñe en decirme que también es el serrín que
he respirado durante muchos años. Yo sé que el serrín es bueno. Te hace esputar
y te limpia las miserias de dentro, pero el tabaco es un veneno y más la mierda
de tabaco que fumamos ahora.
—¿Pero,
que pasó con todas esas armas que escondisteis? —le interrumpo.
—Paciencia,
a eso vamos. Sí, claro, las armas, allí siguen en la sierra, preparadas. Mi
padre me había enseñado los caminos que subían a Gredos. Mi hermano y yo le
habíamos acompañado muchas veces a por un cabrito de montés cuando era Navidad.
A principios de siglo, por 1909, el Rey Alfonso XIII había declarado la zona
del Circo de Gredos como un Coto Real de caza mayor. En aquel entonces, según
mi padre, había allí arriba muchos más lobos que cabras. Unos años después las
cabras comenzaron a abundar y aunque los guardas del coto eran muy buenos, mi
padre siempre conseguía burlarlos, cazar un cabrito y salir de la sierra sin
que nadie lo supiera. Incluso, cuando comenzó a organizar cacerías el rey y su
gente, llamaban al Zorrero, a mi padre, para que hiciera de guía o de postor y
era muy respetado a pesar de sus ideas ácratas. Él, por su oficio de alimañero
era quien mejor conocía las sendas y las trochas de la sierra. Un día nos pilló
una ventisca bajando la portilla Jaranda y mi padre nos llevó hasta una pequeña
cueva que por lo estrecho de la entrada parecía una lobera. Sacó del zurrón el
carburo. Lo encendió con la yesca y nos dijo:
—Esta
cobacha me la enseñó mi padre y a él el suyo. Antes de que los reyes y su puta
madre vinieran a atronar la sierra con sus rifles nosotros cazábamos las cabras
con un palo afilado en la lumbre. ¡Mirad el techo! Durante toda la tormenta,
temblando de frío igual que el cabritillo que traíamos amarrado, mi hermano y
yo miramos como hipnotizados los dibujos rojos que había pintados en las
paredes y el techo de la pequeña cueva, grupos de hombres con lanzas y arcos
cazaban grandes cabras y toros que parecían moverse cuando el viento soplaba la
llama blanca del carburo y la voz ronca de mi padre nos contaba la historia
imaginada de aquellos antepasados remotos, cazadores como él.
La puesta de sol iluminaba la cara del viejo. Llevaba ya un rato con los ojos cerrados, mirando hacia dentro. —Nunca intenté contactar con los huidos. Bueno, sólo una vez y por poco me trincan. Había contactado con un correo de Navalmoral para reunirme con el maquis de Quincoces que andaba por la comarca de los Ibores, pero le delataron y yo me libré de caer en manos de las contrapartidas por los pelos Todos los que me conocían me suponían muerto en Madrid. Yo ya era el hijo indiano del viejo Zorrero que había regresado enfermo de malaria de las Américas, era taciturno y de pocas palabras, siempre solitario, y me pasaba más horas en la pequeña casilla que había construido en la finca que en la casa del pueblo. Pero una noche de febrero de ventisca y luna nueva, cogí la mula y me acerqué hasta la casona donde habíamos escondido las armas diez años antes. Seleccioné una caja de munición y otra de fusiles y las escondí en el tocón hueco de un gran castaño que yo sabía que la agrupación guerrillera utilizaba como estafeta. “Salud y Anarquía” escribí sobre la caja de madera de las armas. Hacía mucho tiempo que para mí aquellos hombres habían dejado de ser comunistas a las órdenes de Stalin. Ya sólo eran fugitivos, pobres alimañas. Pero diez días después, como era por desgracia tan frecuente, alguien delató a la partida y la guardia civil acabó con los tres guerrilleros que habían cogido las armas. Las autoridades no dijeron nada, pero los minuciosos registros que hicieron por las casas de la sierra me indicaba que estaban sorprendidos que los maquis, siempre tan mal armados y con escasa munición, tuvieran en su poder una caja con dos mil cartuchos y seis armas nuevas, todavía con la grasa de fábrica.
La puesta de sol iluminaba la cara del viejo. Llevaba ya un rato con los ojos cerrados, mirando hacia dentro. —Nunca intenté contactar con los huidos. Bueno, sólo una vez y por poco me trincan. Había contactado con un correo de Navalmoral para reunirme con el maquis de Quincoces que andaba por la comarca de los Ibores, pero le delataron y yo me libré de caer en manos de las contrapartidas por los pelos Todos los que me conocían me suponían muerto en Madrid. Yo ya era el hijo indiano del viejo Zorrero que había regresado enfermo de malaria de las Américas, era taciturno y de pocas palabras, siempre solitario, y me pasaba más horas en la pequeña casilla que había construido en la finca que en la casa del pueblo. Pero una noche de febrero de ventisca y luna nueva, cogí la mula y me acerqué hasta la casona donde habíamos escondido las armas diez años antes. Seleccioné una caja de munición y otra de fusiles y las escondí en el tocón hueco de un gran castaño que yo sabía que la agrupación guerrillera utilizaba como estafeta. “Salud y Anarquía” escribí sobre la caja de madera de las armas. Hacía mucho tiempo que para mí aquellos hombres habían dejado de ser comunistas a las órdenes de Stalin. Ya sólo eran fugitivos, pobres alimañas. Pero diez días después, como era por desgracia tan frecuente, alguien delató a la partida y la guardia civil acabó con los tres guerrilleros que habían cogido las armas. Las autoridades no dijeron nada, pero los minuciosos registros que hicieron por las casas de la sierra me indicaba que estaban sorprendidos que los maquis, siempre tan mal armados y con escasa munición, tuvieran en su poder una caja con dos mil cartuchos y seis armas nuevas, todavía con la grasa de fábrica.
A
comienzos de los cincuenta ya no quedaba ni un guerrillero en la sierra, la
mayoría habían sido cazados por los guardias civiles, las contrapartidas o las
delaciones de algunos desertores. Mi padre había salido de la cárcel gracias a
la esmeralda que di a Edelman que se había convertido en la mano derecha del
Gobernador Civil y le acababan de nombrar alcalde de Jara pero mi viejo no
volvió a decir una palabra, le habían arrancado los dientes, se orinaba encima
y solía llorar sin motivo, al año de estar libre se nos escapó de casa con la
escopeta y se pegó un postazo en la cabeza. Yo me olvidé de mí mismo. Convertí
en mía la identidad falsa que todos creyeron. Me dediqué a trabajar la tierra
que había comprado con la otra piedra de mi hermano y planté algodón, pimiento
y tabaco, pasaba el día en el huerto o en el río pescando barbos.
Un día
me llamó el alcalde a su despacho del ayuntamiento.
—¿Sabéis
algo de tu hermano?
—Murió —le digo.
—Siento de verdad lo de tu padre
—responde—. Bien sabes que hice todo lo posible por sacarle de la cárcel, pero
es que pensaban que el hombre sabía dónde se escondían los huidos y creo que se
pasaron un poco al preguntarle. De sobra sabes que se merecía la paliza. Al fin
y al cabo toda la vida ha sido un furtivo que ni respetaba vedas ni leyes.
Bueno, a pesar de esos antecedentes me han dicho que te conoces la sierra como
la palma de tu mano porque desde niños os llevaba vuestro padre a Gredos a
enseñaros el oficio.
—Así es
—le respondo intentando contener mi furia.
—Pues el
caso es que vamos a celebrar una cacería de cabras monteses y vendrá mucha
gente importante. Hasta puede que venga el Generalísimo, no te digo más.
La
sangre se me subía a la cabeza. Me temblaban las manos pero el alcalde no se
dio cuenta de nada.
—Entonces
cuento contigo. Además se os pagará unos buenos duros por el trabajo, no te
creas.
Era la
demostración final de que la sierra estaba limpia por fin de rojos, de huidos,
de alimañas. Días antes además llegaron más guardias civiles a los pueblos y
metieron en la cárcel de nuevo a los pocos antiguos republicanos que quedaban
vivos.
Nos
reunieron a todos los postores y guardas de la Reserva en un pueblo de Ávila
para darnos las instrucciones pertinentes y explicarnos dónde estarían los
puestos y por dónde entrarían los batidores. No lo pensé mucho. Volví a subir
de noche con la mula a la casona de la tía Eulalia y entré en la bodega. Me
costó tiempo encontrar la caja de los Mosin Nagant con sus visores PU de cuatro
aumentos. Cogí un fusil y limpié con cuidado la grasa, busqué los cartuchos de
su calibre y llené un peine de cinco. Seleccioné un visor y lo ajusté en su
carril. Sólo faltaba probar que el fusil estaba ya en orden de tiro y
esconderlo en la sierra. Bajé hasta la garganta con la seguridad que lo
encajonado del terreno y el ruido del torrente crecido por la lluvia
silenciaría bastante los tiros. Ya amanecía cuando apunté a un arrendajo
curioso que estaba a unos cien metros. Llevaba muchos años sin pegar un tiro
pero el rifle me resultaba familiar y poner el pájaro en la cruz del visor no
fue difícil. La explosión retumbó en el valle y el animal se convirtió en una
nube de plumas que caían lentamente hacia el agua. Escondí el arma envuelta en
una lona en un zarzal espeso y salí de allí a toda prisa. Varios días después
subí a Gredos y escondí el fusil, envuelto en una lona embreada, en aquella
pequeña cueva llena de pinturas rupestres, en la que cuando éramos niños nos
habíamos refugiado de una tormenta con nuestro padre.
Heliodoro
ha bajado el tono de su voz, casi habla en susurros. Sé que él no oye ahora sus
palabras, pero se escucha por dentro. Se oye en mis ojos atentos y asombrados.
Quisiera preguntarle muchas cosas, pero no abro los labios. Helio es muy
callado, me previene Evaristo, no quiere hablar nunca del pasado. No le gusta
contar las batallitas como a otros viejos, sólo le gusta hablar de maderas, de
truchas y de jabalíes. —El día de la
cacería —prosigue Helio— estaba todo muy tranquilo. Esperamos con los mulos
donde se acaba el camino hasta que subieron los automóviles con los cazadores.
Según iban llegando los acomodábamos en las mulas e iniciábamos el camino hacia
los puestos siguiendo las órdenes del guarda mayor de la Reserva. Los cazadores
eran todos ministros, gerifaltes del régimen, marqueses y condes, pero yo no
atendí a caras ni a gestos. Hice mi trabajo y cuando las mulas ya no podían
seguir continuamos a pie en silencio por una senda hasta la zona que tenía que
cubrir, y una vez que dejé a cada cual con sus secretarios en los puestos, me
escabullí. Nadie había dicho donde estaría el Generalísimo, pero cualquiera que
conociera esa parte de la sierra a batir sabía que el mejor puesto estaba en la
Vaguada Ancha. Por allí era seguro que pasaría una buena piara de machos en
cuanto comenzara el ojeo y allí habría colocado el guarda mayor a Franco.
Corrí
con toda mi alma por los riscos hasta donde había escondido el arma y corrí de
vuelta estando a punto de despeñarme varias veces y comencé a acercarme por
detrás de donde me imaginaba que estaría. Era una posibilidad remota y estaba
seguro de que me descubrirían antes siquiera de poder aproximarme lo suficiente
a Franco, pero no me importaba. Recordé todos los nombres y las caras de los
amigos muertos, desaparecidos, encarcelados. Volvía a ser Heliodoro Cercas y no
su hermano mellizo. Me asomé entre la grieta de una peña y vi que apenas
tapadas había tres personas en el lado derecho de la Vaguada. Monté el cerrojo
del Moissin y apunté a una de las figuras que se recortaba claramente sobre
unos canchos a unos ciento cincuenta metros de mi escondrijo. Ahí estaba el
hombrecillo regordete empuñando su arma, con sus botas de media caña, los
pantalones bombachos, la chaqueta abrochada con el pañuelo claro asomando del
bolsillo, la corbata a juego bien anudada y un salakov que le hacía aún más
visible y ridículo. El carnicero de media España con su bigotillo y sus
mofletes bonachones se encaró el rifle en el momento en el que una piara de
cabras aparecía por la quebrada. Apunté al pico del pañuelo bien planchado que
asomaba del bolsillo, apunté a su corazón de hiena.
Helio
mira a un punto impreciso del fondo del valle, desde la solana se ve una curva
del río donde una vez estuvo la barcaza que lo cruzaba. Luego se mira las manos
llenas de cicatrices, nervudas, viejas pero hermosas, sanas, sin rastro de
deformaciones a pesar de los fríos y humedades que han vivido a lo largo de los
años.
—Estas
manos eran las mismas que empuñaban el fusil, que no temblaban. Sin embargo no
pude disparar a la alimaña, no sé por qué no apreté el gatillo. Me escabullí en
cuanto comenzó el tiroteo a las monteses y volví a esconder el rifle en la
cueva. Todavía debe estar allí, oculto en un hueco largo que había en el fondo,
envuelto en una lona embreada con las balas ya herrumbrosas, una de ellas en la
recámara, preparada. Las fotos de la cacería salieron unos días después en los
diarios. Te las puedo enseñar, aún las conservo. El Generalísmo sonríe subido a
una piedra, con los pies juntos y el gran salakov cubriéndole los ojos. Delante
de él hay quince o veinte grandes machos de cabra montés con los cuerpos y los
cuernos ordenados como para pasar revista. Está sonriendo, orgulloso de los
resultados de la matanza, ignorante una vez más de su suerte. En ese momento
acabé de convertirme en mi hermano. Era yo el que estaba enterrado en el corral
bajo la sombra de la higuera y no mi hermano mellizo, era yo el aventurero que
descubrió una mina de esmeraldas y volvió al pueblo para demostrar a los suyos
que iba ser rico. Era yo el hermano que regresa enfermo con tres pequeñas
piedras verdes y una carpeta llena de mapas que mi madre utilizó para encender
la estufa. Ya no era Heliodoro Cercas que nunca hubiera dudado en meter una
bala a aquel cabrón sino Manuel Cercas que reniega de su pasado alimañero, del
mote de Zorrero como nos llaman en el pueblo y sólo quiere olvidar, ver cómo
crece el tabaco de su finca y escuchar como se lleva el río la memoria.
Yo
también me quedo mirando al Tietar igual que si mirase la vida entera de este
viejo anarquista, falso indiano, guarda, carpintero que me pasa su petaca de
picadura y el librillo de papel para que me líe un cigarrillo.
—No se
lo he contado antes a nadie, me da vergüenza. Sé que hay miles de hombres que
hubieran dado su vida por haber tenido esa oportunidad aquel día. Cada dos años
solían organizar una cacería de cabras para Franco como la de aquel día, pero
yo nunca volví a subir a Gredos de postor por más que el alcalde amenazara con
despedirme de mi trabajo como guarda forestal y me acusara de desafecto. (…)
Se interrumpen aquí las
notas de esta historia que me contaron a medias Evaristo y Helidoro. Ha dejado
de llover. El río sigue muy tomado. Salgo del refugio a caminar un rato por la
orilla del río. El cielo comienza a abrir. Gredos se ve a lo lejos con mucha
nitidez. En algún lugar, allí arriba, hay una pequeña cueva y dentro un
Mosin-Nagat y dentro parte esta historia.
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