La tierra comienza a calentarse. Está tumbado, con la barbilla
apoyada en el puño mientras con la otra mano limpia con la brocha los primeros
huesos que van saliendo. Primero eran ocho, luego diez, ahora son veinte. Hay
muchos más aquí y allá, en otras fosas, bajo menos de medio metro de tierra
dura y arcillosa. Piensa que desde el pueblo, a menos de quinientos metros en
línea recta, debían escucharse perfectamente los tiros. Los cuerpos quedaba a
la intemperie muchos días. Por los testimonios que estuvo leyendo ayer por la
noche, cuando todo el equipo se fue a descansar al hotel de Burgos, sabe que
las alimañas se llevaban a veces pedazos de los muertos. No les importaba
esconder lo que hacían, al contrario, consideraban necesario sembrar el terror,
demostrar que los ganadores no tendrían piedad ni durante ni después de la
guerra.
Él viene de lejos, del otro lado del mar. Ha sabido hace poco que
su abuelo era el que sonreía en aquella foto borrosa junto al soldado negro Frank
Alexander que descubrió en los archivos de Batallón Abraham Lincoln, luego
luchó en Francia contra los nazis y fue herido de gravedad en la mano derecha.
Recuerda de niño la mano de viejo, un informe muñón donde el índice y el pulgar
parecían como un garfio. Sus padres tuvieron la afortunada ocurrencia de enviar
al niño los veranos al pequeño rancho del abuelo en Oregón. La casa lindaba con
la Reserva Warm Springs, así que el viejo le enseñó a pescar a mosca las
grandes truchas del río Deschutes, el arroyo Jefferson y el río Metolius.
Luego, con doce o trece años, salía muchas veces con otros chicos de la
reserva, indios del pueblo Tenino que le enseñaron artes de pesca menos
rigurosas y más productivas.
El abuelo Thomas sujetada la caña con sus dos dedos garfiudos y se
ataba a la muñeca el talón con una cinta ancha de cuero con hebilla para así
poder cargar con más fuerza la caña. El forense sonríe cuando le recuerda
lanzando la seda a una distancia que él nunca logró y clavando una buena
“steelhead” que luego se solía desenganchar tras una carrera de saltos y
piruetas y la retahíla de insultos en español que el viejo soltaba a voz en
grito en medio del río, ¡cabronahijadeputamecagonetumadre!
Contactó en el invierno del dos mil con la ARMH. Su experiencia como arqueólogo
experto en enterramientos antiguos fue valorada. Durante la carrera trabajó mucho en las
ruinas de los Tenino y luego durante el posgrado en otros asentamientos kiowas
del centro del país. Así que en el equipo se le apodaba el “Pielroja” no tanto por su dominio de las culturas nativas
norteamericanas como con tu piel pecosa y sonrosada y su cabello pelirojo.
Volvía cada primavera a España gastando parte de sus vacaciones de profesor
para estar allí, con la barriga en tierra, cepillando huesos con un pincelito
como uno más.
Como ha desenterrado ya parte de una cadera sabe que ese cuerpo es
el de una mujer. Han llegado muy temprano para seguir con la exhumación porque
luego hace bastante calor bajo la lona. Él tiene mucha práctica y lo hace mucho
más rápido que el resto del equipo, casi todos jóvenes estudiantes de medicina
forense o arqueología. Sale lo que queda de unos zapatos casi deshechos, un
cinturón de hebilla gruesa muy oxidada y alrededor de las vertebras del
esqueleto una fina cadena de oro que brilla como si fuera nueva en cuanto la
brocha lo descubre. De la cadena pende una medalla diminuta y en su reverso "Pielroja" lee perfectamente un nombre: Amalia.
Están de suerte. La mayoría de los cuerpos no son identificables con tanta
facilidad, se necesitan análisis de ADN de los familiares directos. Cientos de
personas se han hecho ese análisis y aguardan. Grita el nombre y una del equipo
revisa la lista. La voluntaria, emocionada, busca en el ordenador los datos de los
familiares y encuentra un contacto, un teléfono, una hermana que debía de tener apenas dos
años y ahora tendrá ochenta. Él sigue descubriendo los restos, tiene suerte de
que es el único cuerpo que no está amontonado sobre otros. Cayó de bruces, muy
recta, con los brazos cruzados hacia delante. El agujero del tiro en el cráneo
es pequeño, tal vez de una pistola. Tras las fotografías va colocando los
huesos en la caja de plástico. En otra caja los pocos objetos personales, la
medalla, el cinturón, los restos de un zapato, un retazo de tela del vestido y
otra sorpresa, los pequeños huesos de la mano derecha agarraban una bolsa de
tela encerada y dentro había una caja redonda de aluminio oxidada.
Por la tarde llega la hermana con una de sus hijas. Han conducido
muchas horas desde un pueblo de Gerona donde viven. La otra compañera ha debido
de contarles lo que han encontrado porque traen algunas fotografías de Amalia cuando estaba viva.
Una veinteañera posa sonriente con otras mujeres, tal vez sus amigas, lleva un
vestido claro de verano, corto, sin mangas, entallado con un cinturón también
claro de hebilla grande y unos zapatos con poco tacón. Él los reconoce. Hay que
esperar al análisis genético pero todos saben que ella es Amalia. Su hermana no
la conocido así, viva, sonriente, no tenía edad, hizo su vida lejos de allí, una vida corriente,
feliz muchas veces y a veces menos feliz. La anciana, sentada en una precaria silla de
tijera, contempla lo que hay en la caja de plástico y llora en silencio. Más
tarde, acabada ya la jornada, mientras el equipo recoge las herramientas,
“Pielroja” habla con la mujer. A ella le cae simpático aquel joven americano. Hemos encontrado una caja que ahora están
limpiando. Yo sé lo que es -dice ella-. Me
lo contó mi madre muchas veces. Es el regalo que Amalia le trajo a su novio
Jorge de Londres. Nuestro padre era un hombre avanzado y con posibles y envió a
su hija a Inglaterra a estudiar. Durante la República ella volvió pero cuando
estalló la guerra padre la obligó de nuevo a irse a Londres. Luego ya sabe, le
mataron a él, a padre y también a su amigo Jorge. Ella regresó para buscar sus cuerpos
imagino o no sé, cometió la imprudencia de volver a la ciudad y ya sabe. Jorge
era muy pescador, un chico fino, también muy viajado, profesor. Madre me
contaba que el año antes de la guerra se iban de excursión al río y dormían en
la orilla en una tienda de campaña, ya ve, que cosas, eran unos modernos –la
anciana sonríe- Cuando volvió en plena
guerra le había comprado de regalo una caja de anzuelos, esa caja que ustedes
están limpiando. La llevaba en el bolsillo del vestido. Mi madre me lo repitió
todos esos años muchas veces, muchas veces, siempre, si encuentran a la Amalia, sus huesos, tendrá
cerca una caja pequeña, redonda con la figura de un pez grabado por fuera, así
sabremos que es ella, no lo olvides. A madre le quedo siempre ese dolor, no
poder encontrar y enterrar a su hija mayor. “Pielroja” le cuenta la
historia de su abuelo en España. Sus días de pesca en el arroyo Jefferson donde también
acampaba de adolescente con sus amigos indios, la sensación de libertad
absoluta, de felicidad plena cuando aún no tenía ese nombre, las truchas tan
grandes, lo difícil que es pescarlas a mosca. Enseguida congenian. Cuando ella
se va, antes de meterse en el coche le dice: Quédese con la caja. Es un regalo para un pescador, a nosotros ya no
nos sirve para nada. Seguro que a mi hermana Amalia y a Jorge les gustaría que
la caja hoy fuera suya. Pero no la esconda, no la guarde, lleva ya demasiado tiempo
enterrada, úsela cuando vaya a sus ríos. Él joven forense acepta el regalo.
Un año después, antes de volver a España a pasado unos días en la
casa del abuelo que ahora sólo usa él. En la caja de Jorge, de Amalia, "Pielroja" ha
metido las moscas que aún tiene de su abuelo y ha bajado al Deschutes a pescar.
No recuerda los huesos, ni el cráneo con el pequeño agujero sino la sonrisa de
una veinteañera guapa que sonríe a la cámara y la de una anciana de ojos
brillantes que le regaló esta antigua caja de aluminio.
NOTA:
Este relato es ficción. Las historias reales siempre son muchos
más emocionantes, trágicas y hermosas.
Se estima que más de 114.000 personas asesinadas siguen desaparecidas y sus
cuerpos nunca han sido encontrados. Miles de familiares, gracias a la
Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica y a cientos de
voluntarios, han iniciado multitud de procesos de exhumación y búsqueda por
toda España. El Gobierno de Rajoy, no se ha concedido ni una sola subvención a
la exhumación de fosas comunes.
En los montes de Estepar, una pequeña aldea al oeste de la ciudad
de Burgos, se estima que hay fosas con trescientos o cuatrocientos
desaparecidos. En la campaña del 2015 el equipo que lidera el antropólogo
forense Francisco Etxebarría descubrió 76 cuerpos aún sin identificar. Ocho
meses después se han localizado otros 20 cuerpos. En alguna de esas fosas aún
por descubrir están los restos del tío-bisabuelo de mi hijo el pescador: Bernardino
Royuela Beltrán. en el lugar hace poco se ha puesto una sencilla lápida. Dice: "A los muertos por la libertad y la democracia en la provincia de Burgos. 1936-1989". En las ramas de las encinas cuelgan ramos de flores secas con anónimos mensajes. Un escrito, protegido por un frágil cristal que deja pasar el agua, recuerda a joven Bernardino.
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