Era una caminata larga, muchos tramos sin senda, atravesando
zarzas y saltando grandes piedras cortadas. Una hora de pasos apresurados hasta
llegar a la poza, adentrándose más y más hacia un lugar que pocos pescadores
conocían. Luego hicieron algunos carriles para llevar ganado y vigilar las
dehesas, pero entonces no había otra forma de llegar que caminar y caminar río
arriba o río abajo, campo a través entre jarales altos y estrechos senderos utilizados tan sólo por las cabras y los jabalíes.
Siempre montaba la caña con rapidez, nervioso, inquieto, deseando
comenzar a pescar como si algún otro pescador estuviera ya detrás y fuera a
adelantarle. Esta vez se sentó a contemplar la poza. Metió la mano en el agua y
le mordió el frío. Horas después se encontraría con su hermano al que
esta vez le tocaba bajar, pero en ese momento tenía por delante mucho tiempo de
silencio. Allí el aire era muy transparente. Aunque las montañas estaban bien
lejos parecían un pequeño dibujo al óleo que pudiera tocar si acercaba la mano.
Hizo ese gesto y sonrió antes de montar la caña, pasar la seda y atar a un
tramo largo de bajo dos ninfas, una peluda y cobriza brindada con una fibra de
avestruz teñida de marrón, otra pequeña y lisa que parecía de cristal y
destacaba por su bufanda naranja y su cabeza de plata. Tuvo cuidado de colar el
falso lance entre los chopos y las retamas para dejar caer los señuelos en medio de lo
oscuro. Las ninfas se hundieron con rapidez hasta que se toparon con la
resistencia de la seda flotante. La gran poza era un enorme espejo negro en la
que se reflejaba con una rara perfección el cielo, la arboleda desnuda y la
pequeña loma asalvajada de espinos y de jaras, oscura, aún en sombra, donde
muchas veces hacía sus camas las piaras o se asomaba algún zorro curioso subido
al cancho más alto. Tensó la seda y sintió la resistencia, el tirón suave, una
fuerza lenta como de pulso, un cabeceo tranquilo para nada furioso sino
molesto. Tensó un poco más y adivinó un reflejo grande en el fondo. Se quedaron
unos segundos así, como dos brabucones tentando las fuerzas que tenían de
verdad los brazos de cada cual antes de forzar los músculos e intentar tumbar
al otro sobre la mesa. Quiso imaginar por un momento que quien estaba allí, al
otro lado de ese espejo de agua era también él, otro pescador que tenía enganchado un pez que flotaba en el aire desde otra
dimensión rara y distinta, pero no tuvo tiempo de ninguna truculencia
poética porque el pez se cansó del pulso y empujó con fuerza hacia abajo y
luego corrió hacia las cuevas filosas de la orilla de en frente. El pescador
forzó la caña y paró la carrera y el pez entonces decidió cruzar de dimensión y
volar por el aire. El salto fue espectacular. Han pasado muchos años pero aún
lo recuerda con una nitidez que no tienen ningún otro recuerdo de su memoria.
Hoy ha vuelto. Ayer por la noche, antes de dormir, leyó un párrafo de "Walden" escrita por el uraño Henry D. Thoreau en 1854: “el coste de
una cosa es la cantidad de vida que hay que dar a cambio de ella”. Igual que
entonces se ha parado a contemplar el agua sin prisa, libre por fin de
cualquier persecución imaginaria. El espejo es el mismo y sabe que detrás hay
de verdad otra dimensión y otro yo. Tiene todo el día por delante. Retoma aquel pulso.
Muy cierta la frase de Thoreau. Excepto para la pesca. El valor de la pesca es la vida que recuperamos mientras estamos en el agua.
ResponderEliminarEs cierto. que en el río recuperamos al menso esos momentos de "vida". La cantidad de vida que hay que dar por tener una cosa no es sólo tiempo vital, sino energía, creatividad, aplazamiento de hacerse... Thoreau se ha puesto "de moda" ahora, tantos años después, porque nos vamos dando cuenta que las cosas Decía Erasmo, también un moderno, que "engañarse, se dirá, es deplorable. Más deplorable aún es no engañarse. Sin duda alguna yerran los que estiman que la felicidad del hombre reside en las cosas mismas”.
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