Pescar en la parte baja de J. tiene todos los inconvenientes de
los que rehúyen la mayoría de los pescadores: No se puede dejar el coche a pie
de río y hay que dar un largo y dificultoso paseo hasta llegar a la orilla. Hay
pocas truchas y las pocas que hay, grandes y gordas por la abundancia de
comida nutritiva en forma de cangrejos y peces, son muy volubles a la hora de
gastar esfuerzos en morder una ninfita escuálida o una mosquita sin chicha. La orilla no
es fácil de andar por la alternancia de “bolos” pulidos y zonas de piedras
rotas y afiladas que te obligan a estar siempre en equilibrio precario, alerta
a caídas, tropiezos y chapuzones.
En el otro plato de fiel de la balanza podemos pesar lo bueno: apenas hay
pescadores, (salvo algunos persistentes cesteros que con cañas de cebo de
salmón y lombriz en ristre siguen empeñados que recolectar la cena). Tiene
parajes bellísimos con buenas pozas, tablas rápidas de mediana profundidad,
nutrias y águilas por compañía, las montañas nevadas de Gredos al fondo y la
posibilidad cierta de poder clavar de cuando en cuando un ejemplar de buen
porte que además luchará como ninguna otra trucha de ningún otro río al estar
acostumbradas al gimnasio y los concentrados de proteínas.
Pero para pescar allí hay que tener la afición blindada y a prueba
de bolos, una fe prometeica en nuestras propias artes, saberes y señuelos, y la
agilidad y reservas de energía suficientes para aguantar el tute de horas y horas
caminando cual saltimbanqui loco sin tocar escama. Cualquier pescador puede bajar
allí para probar, un día cualquiera, por desahogo, por curiosidad, por “una vez al
año no hace daño”. Pero bajar con regularidad ya es otra cosa. Sin embargo a mi
hijo el pescador le gusta ir. Tal vez lo entiende como un reto, una forma de
disciplina, una voluntad de empeño, de mantener la afición, o la fe, o las
ganas, o quien sabe. Tal vez los mosqueros tengamos un punto masoquista. Quizá J.
sea la prueba del nueve de que a los pescadores nos gusta coger peces, y hasta
muchos peces, pero es no es lo que al final nos mueve a bajar a los ríos. Es
posible que la belleza del paisaje, lo agreste, lo solitario nos alimente un extraño
misticismo piscatorio que no acabamos de confesar a las claras.
A mi, superadas unas dificultades que considero nimias por ahora,
tras 35 años manteniendo la afición al lugar (ya veremos cuando me
fallen las piernas o el corazón) me mueve el tóxico veneno de sus truchas. la adicción a unos animales astutos, escasos, fuertes, grandes y volubles cuya pelea no se olvida
nunca, cuya estampa se unirá a sangre y fuego a la poza o la corriente en donde
la engañamos y seguirá rebullendo en nuestra cabeza durante toda nuestra vida. Sé que esa persistencia en volver allí es frágil, que es fácil
perder esa “fe” o esas ganas de seguir pescando allí y por eso vuelvo, casi con
prisas, casi con miedo antes de que no sea posible o el lugar sea destruido o
yo mismo ya no pueda ir, vencido por el tiempo, un tiempo que en nuestra breve vida
de humanos siempre es inexorable y rapidísimo. Pero año tras año vuelvo, pesco o lo
intento. Se trata de un gran esfuerzo invisible, improductivo, para nadie. Es
el modo en el que se hacen las cosas que de verdad importan, las que luego se
saborean despacio, largamente y que nutren o llenan de inexplicable felicidad
nuestra memoria.
No hay comentarios:
Publicar un comentario