viernes

ÚLTIMOS


Hoy apenas consumimos peces de río o de agua dulce, además nuestros ríos están embalsados, contaminados, secos, casi muertos, apenas hay peces. Si nos empeñamos podemos comprar trucha de piscifactoría, esturión también de criadero o anguilas si vivimos por en Valencia. Pero sin darnos cuenta compraremos panga, tilapia, perca del Nilo o cualquier otro pez comistrajo, que nos venderán como si fueran un lenguado o un mero… Aunque hubo un tiempo remoto o no tanto en el que los peces del río era casi el único pescado que podían comprar y comer muchos españoles pobres de la España interior.

Llevaba tiempo investigando esta historia a través de los legajos de abastos de algunos ayuntamientos, pero hace unos días pude conocer y entrevistar a los últimos pescadores profesionales de río con licencia del Tajo. Mantuvimos la entrevista grupal en una de esas residencias de ancianos anodinas y feas en las que hay televisiones con las que distraer a los viejos y cuadritos con cascadas y frases horribles de tagores, jesucristos o poetastros como el de la fotografía del final. Pero los miré a los ojos mucho tiempo y dejé de ver todo aquel decorado descubriendo a tipos jóvenes, valientes, incansables, astutos, apasionados, igual a mí en muchas cosas. Contemplé detrás de sus miradas unos ríos transparentes, tumultuosos, limpios y llenos de peces. Respiré el perfume del aire de la libertad y también el olor pestilente de aquella España de Franco, el estraperlo, los abusos de la Guardia Civil, la sangre de los maquis derramada en aquel puente de palo que cruzaba una garganta, la imposibilidad de futuro en esos lugares y la enorme tristeza de emigrar muy lejos y tal vez para siempre.


Les presento a Mauricio, Miguel, Ángel, Florencio, Liborio y Vicente. Les veo con claridad así, metidos en el agua al amanecer. Es octubre, hace frío, son muy jóvenes. Primero sacan a flote sus barcas -las mantienen escondidas y hundidas en la orilla- y luego reman sobre ellas río arriba, echan las redes, cierra el cerco, llevan su arte hasta la orilla para desenredar los peces, llenar las cestas y volver a echarlas una y otra vez durante todo el día. Es un trabajo difícil, muy duro, incierto. A eso de diez o las once suben los cestos de peces al pueblo, las mujeres son las encargadas de repartirse por los demás pueblos cercanos tomando destartalados coches de línea, luego el pregonero toca su tropetilla y vocea: ¡Se hace saber que ha llegado a la plaza la mujer de los peeeeces a 2 pesetas el kilo! -toque de trompeta prolongado- ¡peceeeeees, peeeeeces en la plaza a buen preciooooo! En unas pocas horas estará todo el pescado vendido. Se vende bien, es muy barato. Las pesetas de tanto trabajo apenas dan para mantener a las familias de los quince pescadores. Todos sueñan con una vida mejor, menos incierta y penosa, también menos peligrosa. 

Mírenlos bien ahora, son muy viejos, algunos están sordos o ven mal, parecen derrotados, el mayor de ellos, el que casi alcanza los cien años, necesita un andador para caminar, pero en cuanto han comenzado a hablar descubro que tienen todos poco más de veinte años. Mírenlos, son casi unos chiquillos que nadan como nutrias, bucean hasta diez metros a pulmón para desenredar la red que se enganchó en el fondo, pescan con una precisión de relojeros cada poza del río con frágiles barquitas, no temen a las riadas de diciembre, ni a la oscuridad de las tormentas de agosto, el azar incierto de la fortuna pesquera en octubre, las pulmonías sin antibióticos de enero, el gris espeso de aquella España de los cuarenta y cincuenta, las amenazas e intentos de chantaje de los caciques. Tienen cuerpos nervudos, fuertes, incansables, saben mirar bajo el agua, adivinar los bancos de bogas y barbos en lo más profundo, caminar durante horas río arriba arrastrando las barcas y las redes, aguantar esa vida tan dura que les ha tocado vivir en un pequeño pueblo perdido entre Ávila y Cáceres. No tienen miedo a nada y eso ya era mucho en ese tiempo difícil que hoy no podemos imaginar. Y eso es mucho más ahora, cuando les ha pasado la vida por delante y siguen sin temer al futuro. Hablan todos a la vez, discuten con pasión, se interrumpen, se burlan, bromean, se echan broncas, recuerdan, tienen una memoria detallista prodigiosa. En alguno de ellos descubro un fabulador nato, sabe contar, relatar, explicar las aventuras con una pasión, una inteligencia y un filo que envidiaría García Márquez o Hemingway. Ninguno de los dos escritores pudo pescar lo que han pescado estos hombres, ninguno vivió unas aventuras tan reales y a la vez tan fantásticas como las que vivían ellos cada día de aquel tiempo hoy tan remoto. Siento que el mundo ha perdido a un gran escritor.


Eran quince en el grupo. Hoy ya sólo quedan seis. Se van muriendo. Casi nadie quiere escuchar cómo era aquella vida y porqué. Los años cuarenta y cincuenta los he investigado en los libros, los censos o los anuarios… pero tener el privilegio de contar con sus voces, sentir el latido de la vida de entonces en todas sus historias es un precioso privilegio para el sociólogo. La memoria histórica es sobre todo esto, escuchar, admirar, entender, no perder estos testimonios de primera mano de cómo era la España real de entonces, descubrir que detrás de todos estos cuerpos derrotados y rotos siguen estando aquellos chiquillos de apenas veinte años que salían a los ríos a ganarse la vida, que tenían saberes y técnicas de pesca ya perdidos, un conocimiento sofisticado del agua y sus seres que hoy que tan sólo tienen los mejores biólogos expertos en ictiofauna. Un temple, una energía interna y un brillo en los ojos que me conmueve. Cada anécdota es una gran historia, cada recuerdo podría ser una buena novela. La del maquis solitario que los guardias civiles esperaron en el único puente de palo que cruzaba la garganta una madrugada de enero, su sangre sobre el puente, ya seca pero brillante, muchos días. La del acecho a una trucha gigante que nunca se dejó atrapar y tal vez hasta hablase como aquel rodaballo de Gunter Grass. Los setecientos kilos de peces que capturaron un día en un río que hoy apenas tiene vida y que les hizo "ricos" por un día. La oscuridad tenebrosa del tubo gigante del embalse en el que se metían con la barca a pescar y en el que si hubieran abierto la compuerta habían salido volando como un tapón de champán. La hostia que le dio a uno su padre cuando, tras pescar a caña una hermosa trucha de dos kilos y venderla en secreto para tener unas pesetas que gastar en el baile, el señor padre se enteró del negocio. La de aquel fotógrafo ambulante y curioso que una vez les tiró una foto y ellos luego le pidieron una copia, -la única fotografía que tienen de todos aquellos años- a cambio de dos kilos de peces. La de aquel ingeniero cabrón que quería cobrarles una "mordida" por pescar en las aguas del embalse del Rosario y la valentía de todos para decirle que no y de qué, cabronazo. El respeto y temor de los propios guardias civiles hacia aquellos jovenzuelos que no temían nadar desnudos en diciembre cuando los mismos guardias no sabían nadar ni en un charco. La de la iglesia del pueblo reconstruida con el dinero de las pesquerías de estos hombres que apenas se sacaban con su trabajo arriesgado unas pocas pesetas, ¿recuerda aquella contribución generosa y obligada alguna placa conmemorativa? La del frío y la oscuridad que se siente cuando hay que bucear en invierno diez metros para desenganchar la red sin romperla. La del mordisco que pegan las anguilas grandes y lo ricas que están fritas y guisadas con tomate. La de la precisa logística de sus mujeres para poder repartir todo el pescado en sólo unas horas en unos tiempos en los que los transportes eran precarios y no había neveras. La del aprecio y el gusto que se tenía por aquellos magros peces de río en una España de posguerra y hambre, esos peces fritos que te podían de tapa en todas las tabernas. La de una heroica emigración por el año 59 hacia Bilbao, Suiza, Francia, Alemania y lo que significó dejar los ríos para siempre por un trabajo fijo y seguro en una acería, un taller o una fábrica, en tierra extraña con una cultura desconocida y unas lenguas raras que tuvieron que aprender… Sin embargo, me confiesan, para nosotros la emigración no fue tan dura como para los otros, ¡descubrimos que allí en el norte, en Francia, en Suiza o en Bilbao había unos ríos fabulosos! ¡llenos de truchas! ¡Así que los fines de semana cogíamos la caña y al campo! ¡cambié un río por otro y era casi lo mismo! Pasaron los años y volvieron al pueblo a veces pasar las vacaciones y luego, ya jubilados, recuperaron por fin su tierra. Mírenlos, si se fijan bien no verán a unos cuantos jubilados decrépitos sino a unos chicarrones jóvenes y guapos que nunca tuvieron miedo de meterse en los ríos o vivir del agua o luego irse lejos. De ellos nacimos, ellos somos, siquiera un poco, los pescadores deportivos de hoy. Porque los pescadores nunca se hacen viejos, se quedan en una edad incierta entre los veinte y los treinta. Aunque el cuerpo sí cambie nunca se cambia por dentro, basta mirar a sus ojos y atender lo que cuentan.


Pasan las horas y no se cansan de hablar, tampoco yo de escucharles. Les enseño con el móvil las fotos de mis peces, de los ríos de ahora que ya no son los de entonces. Los hemos destruido, arrasado, ensuciado, secado y siento la rabia en sus voces. ¿el río? ¡nuestro río? ¡ya no queda nada!, ¡lleno de mierda! ¡como muerto! ¡qué pena! Mauricio, Miguel, Ángel, Florencio, Liborio, Vicente vivieron hace mucho tiempo de los ríos y ellos no los arrasaron, eso lo hicimos nosotros y una extraña idea de progreso. En otros países su testimonio sería valioso, los niños de los colegios deberían escuchar sus aventuras porque sus voces son mucho mejores que cualquier libro de historia. Pero aquí nadie quiere escuchar como era la España de entonces y cómo y porqué…

Yo viví de niño en un pueblo cercano al de estos pescadores y conocí el último brillo de este mundo perdido. Mi madre compraba grandes anguilas que me parecían monstruos de otro tiempo, seres del abismo de los sueños. Limpias y troceadas nos las servía frita para cenar. Pienso en su sabor y se me hace la boca agua. Será que la anguila es mi magdalena de Proust. Cuando comencé a estudiar en Madrid sociología conocí por azar a un pescador de río como estos que hoy he entrevistado. “Anguilas grandes bien sazonadas con pimienta, pimentón, sal y mucho ajo machacado, puestas a secar unas horas al sol y asadas luego sobre la parrilla de unas brasas de encina. Una delicia”. Me contó que cuando hicieron los embalses del Tajo las anguilas y el resto de peces migratorios ya no podían subir desde el mar de los Sargazos. Tampoco podrían volver a hacer este asado precario y gustoso los habitantes de Talavera la Vieja, uno de tantos pueblos fantasma que acabaron bajo las aguas de los embalses de Franco. El pescador de anguilas, entonces apenas un adolescente, hoy era un viejo recién jubilado que se tomaba su café de las once en un bar cutre de Aluche. Una vez, en uno de mis viajes a Valencia, le compré en el mercado un kilo de anguilas porque en Madrid me había sido imposible encontrarlas. Las hizo en una sartén en la pequeña cocina de su minúscula casa y me invitó al festín. Luego se atrevió a enseñarme las sobadas fotografías de aquel mundo perdido que estaba bajo las aguas infectas del pantano. Aquel año fui a Riaño a luchar yo mismo contra otro embalse que iban a hacer, a defender que otro río siguiera corriendo. No tuvimos éxito y ese río también se paró. Las anguilas tienen un sabor graso y sabroso, la carne es firme y hay que masticar pero no tienen espinas. El pimentón y la pimienta les da un punto acre. La sal en su piel churruscante recuerda mucho al mar. Es imprescindible asarlas al fuego de leña y que tomen también ese suave sabor ahumado. El guiso queda perfecto si acompañamos este pescado con un alioli. Aquel embalse tiene hoy miles de metros cúbicos de cieno contaminado en sus fondos y el gran río que fue está medio muerto. Nunca más pudieron remontar las anguilas el gran Tajo desde Lisboa. La torre de la iglesia de Talavera la vieja, que a veces se veía cuando bajaba el nivel del pantano, se derrumbó hace bastantes años. “Ponías unas cuerdas con unos peces secos y al día siguiente tenías unas anguilas gordas para comer. No costaba nada. Era comida gratis y buena en esos tiempos del hambre. En el pueblo las hacían también en guiso tomatero pero a mi me gustaban así, asadas en una lumbre con ese aliño que ya te he contado”. El jubilado aquel achinaba los ojos goloso, como si detrás de los cristales sucios del pequeño bar del suburbio pudiera aún ver su gran río precioso correr. Mírenlos en la foto de abajo, tan firmes, son como libros de historia pero mucho mejores, hombres sabios, grandes pescadores, memoria viva de todo lo bueno que fuimos. 



1 comentario: