(1992, comarca de los Ibores) A Angel Edelman ya le sacaba de sus
casillas esa intromisión de los niñatos ecologistas en las cosas del
Ayuntamiento, pero ahora iban directamente a por él amenazando sus propiedades
como el pretexto ese del lince. Acaba de recibir una carta de la Consejería de
Medio Ambiente informándole de la visita inminente de un equipo de biólogos
para rastrear la existencia del bicho.
—Ya sabes Helio tienes dos días para
cargarte esa alimaña y a la madre que lo parió y no dejar rastro. Busca
cagaderos, meaderos si los hay. Pon cepos, lazos o lo que te venga en gana,
pero caza ese animal.
Pero lo que más le jode y le enrabia a
Edelman es que el asunto del lince lo sacara un guardia civil.
—El hijo de la gran puta, si Franco
viviera ese iba directamente al paredón, como hizo su amigo Gómez Cantos con
aquel guardia en Mesas de Ibor. Y que su nieta sea una de las zorras ecologistas
que andan pinchando al Ayuntamiento con sus manifestaciones y sus escritos en
la prensa.
Heliodoro se ha recorrido la finca
durante toda la semana con precisión milimétrica. Ha puesto una veintena de
lazos y cepos en los que han caído varios conejos, tres zorros, dos jabatos y
un tejón. Pero el último día, mientras recogía los aperos de furtivo para que
los de la Junta no descubrieran la limpia vio el meadero con su estalactita de
sal. Ese atardecer hizo un aguardo con la carabina del nueve. No llevaba ni
media hora puesto cuando apareció el gato. Era un lince grande, macho, hermoso
se sentó cerca del pequeño promontorio y oteó el horizonte despacio, como si
repasara sus dominios, pensó Helio. El viejo levantó muy despacio el arma
seguro de tener el aire a favor y le apuntó a la cabeza.
—¡Pum! —susurró.
Pero ni siquiera acercó el dedo al
gatillo.
—Me cago en dios, ¡no puede ser! —gritó
entonces.
El lince se levantó en un segundo
moviendo la cabeza y las orejas localizando al instante la figura de Heliodoro
y desapareció.
El guarda jubilado se acercó a la casa y
volvió al lugar con un perrillo mil leches que tenía especial animadversión a
los siameses de la mujer de Edelman, rompió la piedra donde el orín del animal
había cristalizado y puso al perro en el rastro, encontró varios cagaderos y
dos camas donde el lince había llevado a sus últimas víctimas, una becada y un
gazapo. Allí donde encontraba un rastro del animal, él se sacaba el pene y
orinaba un poco. Sabía que así el lince cambiaría de territorio por algún
tiempo.
—¿Le has matado? —preguntó Edelman cuando
le vio llegar con el perro.
—Señor alcalde, aquí no tiene usted
linces ni hostias, el Civil ese habrá visto algún gato montés o alguna zorra
desmochada y la habrá confundido.
Edelman respiró aliviado, mañana llegaban
los de la Junta y si el furtivo de Helio decía que no había lince, es que no lo
había.
—Como te lo digo, un lince grande con dos
cojones —exclama, golpeando la mesa con el vaso vacío.
—¿Y le has apiolado? —pregunta su viejo
amigo Evaristo.
—No pude, te lo juro que estuve en un
tris, más fácil imposible. Ya ves, unos cuantos he cepeado en mi vida, a veinte
duros las primeras pieles y a mil las de los últimos que cacé en el sesenta y
dos. Pero siempre me gustaron esos bichos, tan listos como nosotros sisándoles
conejos y perdices a los amos.
Heliodoro ya no mata. Tiene su
jubilación, su huertecilla al pie del río, las buenas propinas que le dan los
cazadores que vienen a las monterías y los recechos por conocer al famoso
guarda, hasta siente cierta repugnancia cuando ve al tipo gordo de ciudad
descerrajándole un tiro a un venado, con esos rifles y esas miras de canuto,
que hay que se ciego para fallar el tiro y muchos fallan.
—No se los merecen. Qué culpa tiene el
bicho del veneno que tiene esa gente dentro, que nada más vienen a por los
cuernos y los colmillos, por ellos dejarían la carne para las alimañas.
—¿Y qué vas a hacer si esa gente del
gobierno le descubre?
—Esos de la Junta van a descubrir lo que
yo quiera y lo que no, no. Son muchos años paseando la finca.
—¿Y qué vas a hacer?
—Cuidarme de que no le falten gazapos
tiernos, me voy a hacer ecologista porque me sale de los cojones, porque me
gusta el bicho ese, me recuerda los buenos tiempos. Es como nosotros, un
superviviente.
Los biólogos de la Consejería estuvieron
una semana en la finca y los alrededores pero no descubrieron ni rastro del
gato aunque censaron tres nidos de cigüeñas negras y, por lo tanto, Edelman lo
iba a tener difícil para quitárselos de encima de ahora en adelante. A los
biólogos les brillaban los ojos con los nidos, a Heliodoro también, por otras
causas.
—¿Y esos nidos?, ¿qué hostias hacían esos
pájaros en la finca? —bramaba el ex alcalde franquista por la noche.
—Son cigüeñas negras, han vivido ahí
desde siempre, están protegidas y no hacen daño a la caza, digo yo —se excusa
Heliodoro.
—¡Y tú que sabes lo que hace o no hace
daño a la caza gilipollas! —volvió a gritar desquiciado—. Mañana mismo les
pegas un trabucazo a los nidos.
—No se puede —dice el viejo guarda— les
han puesto unos transmisores a los pollos.
—¿Qué no se puede?, tu dime mañana donde
están y yo se los pego, ¡nos ha salido ahora ecologeta y vago el pedazo de
furtivo muerto de hambre! Que si no llega a ser por mí tu padre había acabado
en el paredón, rojo, desagradecido.
A Helio ya no le afectaba el run run de
las injurias de su antiguo señorito. Además había sospechado desde siempre que
si había salvado el pellejo de su padre no fue precisamente por el favor de
Edelman que ejercía de abogado defensor en el paripé de juicios que se hicieron
aunque le pagaron bien con una joya de gran valor.
—¿Y de qué se le acusa? —le había preguntado
entonces.
—De rojo y de furtivo, te parece poco. Yo
le fusilaba mañana mismo, gracias a que soy su abogado que si no.
—Pues espero que le defienda bien. Y el
falso indiano le puso encima de la mesa una piedra verde. En el último momento
el juez cambió a su padre la pena de muerte por diez años de trabajos forzados.
Heliodoro recuerda el último lince que
había visto en los breñales de los Ibores hace muchos años, idéntico en los
dibujos de la piel a ese otro de ayer. No ha contado nunca a nadie que un bicho
como ese le salvó la vida.
—Es lo justo. Sería un mal nacido si
hubiera matado al gato sólo porque al amo le molesta.
Helio no se conformaba aún con la cómoda
identidad que su hermano mellizo le había proporcionado y que le protegía de
las razias falangistas, había logrado tomar contacto con una partida
guerrillera y tenía la intención de unirse a ella. No soportaba vivir encerrado
en el pueblo viendo como asesinaban a su gente, sin hacer nada, fingiendo ser
otro.
Lleva esperando varias horas tumbado,
bien escondido en la espesura, con la carabina Tigre amartillada, dominando
desde bien lejos las dos trochas que suben al monte. Helio no sufre como otros
la dureza del campo, se siente cómodo en cualquier parte y duerme como un niño
hasta las noches más frías en aquel saco de plumón que le regaló un camarada
checo de las Brigadas antes de irse y que fue el único equipaje que trajo de
Madrid. Pero ya no hace frío, a finales de abril el monte es un paraíso, zumban
las abejas, planean entre las jaras los caballitos del diablo rojos, chilla el
mirlo y pasan de cuando en cuando la cigüeñas camino del río Tajo a por ranas
para los pollos. Estaba apostado bajo un brezal espeso, esperando al enlace que
tenía que venir desde Navalmoral. No sabía que la sierra estaba siendo peinada
por más de cien guardias civiles y el enlace estaba ya en el cuartelillo con la
boca llena de sangre.
Heliodoro recuerda. Me entretenía viendo
como un enorme lagarto ocelado acechaba a los insectos sobre un cancho. En otro
tiempo le habría cazado para comérmelo por la noche rebozado en harina, frito y
con mucha sal, pero descubrí que no estaba solo, relamiéndose, a pocos metros
de la piedra, bajo otra sombra de brezo vi a un lince agachado, tenso,
preparado para saltar sobre el lagarto, movía sobre el suelo sus garras para
afianzar el ataque inminente, pero de pronto irguió los pinceles de sus orejas
y se puso en pie, algo le amenazaba sobre la loma que estaba mi espaldas, lanzó
un gruñido y desapareció en un segundo. Me arrastré unos metros dentro de la
trocha jabalinera en la que estaba apostado, coloqué el oído sobre el suelo y
aguanté la respiración, debían de ser muchos porque aunque intentaban andar con
sigilo se escuchaba el roce de las jaras en varios lugares diferentes, seis u
ocho personas por lo menos.
—¡Ahí está la casilla mi sargento!
—escuché muy cerca.
Había quedado con el enlace tras el medio
muro derruido de una choza de pastores casi oculta ya por la maleza.
—¡Alto a la Guardia Civil! —gritó la voz
de antes— ¡entrégate, estás rodeado!
Oía la voz a pocos metros sobre mi
cabeza, debía de estar subido en una piedra que se elevaba sobre el espeso
monte a mis espaldas. Me di la vuelta despacio y vi por un pequeño hueco en el
brezo la cabeza del guardia.
Me vais a cazar pero a ti te voy a volar
el capirote, pensé apuntando el arma con cuidado. Entonces, poco antes de
apretar el gatillo alguien gritó a su derecha.
—¡Ahí va, es un lince! Ha salido justo de
la casucha.
Y sonó fuerte un tiro de mosquetón.
—¡Ese cacho cabrón nos la ha jugado
bien!, cuando vuelva al cuartel además de sin dientes le voy a dejar sin
cojones —berreó el sargento al que apuntaba.
—Vámonos, aquí no hay nada que hacer, si
había un lince ahí no hay un maquis en varios kilómetros a la redonda. ¿Le
habrás dado por lo menos?
—No mi sargento, he fallado.
A saber porqué se agazapó el lince justo
ahí detrás de las piedras del muro o por qué salió hacia la trocha en lugar de
escurrirse entre los jarales. Heliodoro hizo una larga pausa antes de continuar.
El hecho seguro es que me salvó el pellejo. No he contado a nadie esta
historia.
Pero unos años después el viejo guarda,
guerrillero, furtivo, jubilado nonagenario se la contó a un jovenzuelo que le
miraba en silencio con un chisme de esos de grabar entre las manos. El chico
sabía escuchar y le brillaban los ojos cuando el viejo rumiaba su pasado. El chaval que era yo le prometió que escribiría esa historia. Eso hago hoy, en memoria de Heliodoro y su lince.