Vivimos miles de días de fina ceniza de los que no queda nada en la memoria y otros en cambio brillan como un diamante al sol de julio. Caminábamos por el torrente los primeros. Dejamos atrás a mis hermanos y nos encontramos de pronto ante una cascada alta que acababa en un charco hondo y grande.
Dejé mi caña sobre el musgo y me senté en una piedra a disfrutar, a ver pescar con arte al hijo pescador. Mañana de sol y nubes sobre un limpísimo cielo de Laponia. Sabía que estaba ahí. O ahí o en ningún lado. El lugar parecía de verdad el nacimiento del mundo. Quién a pescado allí lo sabe.
La poza, la enorme cascada, su música y su furia, la fina niebla de agua pulverizada por la caída, el bosque de abetos y abedules, todo el tiempo de la vida por delante, Guillermo lanzando con precisión a donde yo hubiera lanzado. Cuando picó la primera, corrió río abajo y yo tras ella con el salabre. Cuando picó la segunda, aún más grande, y la ví remontar la corriente furiosa, me sentí muy feliz. “hay que trabajarla, disfrutar de ella” dijo Guillermo mientras ajustaba el freno con maestría y dejaba que la caña cumpliese doblándose con violencia. ¿Cuántos minutos guardo en mi corazón brillando como un diamante?.
De entre las más de trescientas truchas pescadas y devueltas a la vida sacrificamos esas dos para comer. Las honramos con cuidado, las guisé fritas y con una picada de tomate y almendras. Espero que los espíritus del Circulo Polar y de los Saami me perdonen.
Nunca olvidaré esos instantes que ocupan más que algunos años en mi memoria.
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