miércoles

QUID PRO QUO



Pensó que no merecía el río. Quizá tanta belleza sólo debía de ser privilegio de sabios antiguos que hubieran recorrido el mundo a pie la vida entera en los tiempos de la lentitud, antes que los hombres inaugurasen las diversas forma malditas de cambiar los climas y los ríos. 

Quizá tanta quietud sólo debía ser un derecho para aquellos duros nómadas por tierras siempre inhóspitas. Tal vez tanta belleza debía de ser cuidada igual que se cuidan a los hijos o algunos mínimos recuerdos.

Sobre la orilla lavada por las últimas crecidas ve pedernales rotos, puntas de flecha a medio hacer, un pequeño arpón de hueso lleno de dibujos geométricos que el pescador no toca. Todas esas reliquias de un mundo olvidado se exponen sobre un grueso tapiz de musgo, grava limpia y pedazos quemados de raíces de brezo. El pescador siente que los nombres antiguos de las cosas, los peces, la quietud o la belleza se han formulado con sonidos y voces distintas mil veces, en eras y siglos que aún no se contaban. Sólo coge del suelo una pequeña punta terminada y deja a cambio entre la arena un anzuelo grande que ha llevado muchos años como amuleto en uno de los bolsillos del chaleco. Quid pro quo. Susurra.

Le gusta pasar los dedos por este musgo grueso que cubre las orillas, suave, muy húmedo, mullido como un futón japonés. Debajo de las pequeñísimas flores pardas se muestran miles de tonos verdes. También le gusta tocar la flecha de silex y viajar mucho más allá, cuando por este mismo cielo sólo volaban libélulas gigantes. Imagina que las libélulas que en verano se elevaban sobre las cicutas seguirán en este río cuando de los hombres no quede nada, ni siquiera el hormigón con el que construyeron los últimos muros de una civilización que se demostró estéril, destructiva e irresponsable.

El pescador mira a lo alto, hacia donde nace el río, saliva transparente de glaciares arruinados,  nieves furiosas que el sol de marzo ha ido derritiendo con sus besos, agua viajera que llegó un día aventada desde los océanos y escondida en las tormentas, fósil líquido que se ha ido filtrando desde los neveros subterráneos gota a gota durante siglos, desde los cimientos de Gredos hasta sus dedos y su boca.

Le regala la punta de flecha a su hijo. Otros hombres miraron hace mucho tiempo todo esto como ahora lo miramos tu y yo. Con el mismo respeto y cuidado.
Y el hijo pescador, feliz con su amuleto de pedernal.

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