¿Cuantas veces vamos a tropezar después?, a caernos al agua, a mojarnos, a sentir la desolación, el dolor, la frustración, la desilusión o el sordo dolor de seguir vivos.
Mañana de lluvia. Tormenta tras tormenta, gotas gruesas y la garganta que va creciendo a ojos vista. Mi hijo el pescador aguanta estoicamente tanta agua, el diluvio segunda parte. Tropieza, cae y el agua se le cuela por las botas. Toca escurrir los calcetines y los pantalones y reírse un rato. Nunca se había caído al agua y hoy no era el mejor día. Luego se cae en la selva de la orilla varias veces más. Es importante tropezar, descubrir pronto que cada paso cuenta, que las zarzas hieren y el agua suele estar helada. Le doy la mano mientras subimos los pasos peligrosos, pero donde sé que no hay peligro no me importa que tropiece. Ni le miro, no le digo nada, como si caerse fuera algo normal cuando se sale a pescar. También de vivir.
Yo con dieciséis años me creía un pescador experto. No lo era, pero si era un lanzador con buena puntería. Era capaz de dejar el señuelo suavemente en un hueco de diez centímetros que había entre dos piedras a treinta metros de distancia. Y lanzar con una mano colgado con la otra de una rama. Y nadar con la caña entre los dientes a primeros de marzo para cruzar un río demasiado crecido. Muchas, muchas veces pude matarme por ahí por pescar solo en lugares realmente peligrosos. Salía de la discoteca a las cinco de la mañana y a las seis y media ya estaba en la garganta esperando a que amaneciera después de andar seis kilómetros a oscuras con las botas altas puestas. Vaya ejemplo para el hijo pescador. Si, cogía muchas truchas y muchas truchas buenas, pero se me escaparon las más grandes. No era un buen pescador aunque si era un incansable depredador. Era irónico que mi mayor competidor por aquel entonces fuera el dueño de la discoteca. Siempre cogía más, siempre estaba en el río, en el mejor charco, lanzando con más habilidad entre la maleza con su pequeña caña de menos de metro y medio. Caminar garganta arriba después de haber estado hasta las cinco de la mañana de ligoteo, cubata va, cubata viene era una práctica de riesgo. Más de una vez y más de tres acabé en el agua. Le digo al hijo pescador: El agua helada es el mejor aprendizaje y es lo mejor contra las resacas. Y se ríe.
Mañana de lluvia. Tormenta tras tormenta, gotas gruesas y la garganta que va creciendo a ojos vista. Mi hijo el pescador aguanta estoicamente tanta agua, el diluvio segunda parte. Tropieza, cae y el agua se le cuela por las botas. Toca escurrir los calcetines y los pantalones y reírse un rato. Nunca se había caído al agua y hoy no era el mejor día. Luego se cae en la selva de la orilla varias veces más. Es importante tropezar, descubrir pronto que cada paso cuenta, que las zarzas hieren y el agua suele estar helada. Le doy la mano mientras subimos los pasos peligrosos, pero donde sé que no hay peligro no me importa que tropiece. Ni le miro, no le digo nada, como si caerse fuera algo normal cuando se sale a pescar. También de vivir.
Yo con dieciséis años me creía un pescador experto. No lo era, pero si era un lanzador con buena puntería. Era capaz de dejar el señuelo suavemente en un hueco de diez centímetros que había entre dos piedras a treinta metros de distancia. Y lanzar con una mano colgado con la otra de una rama. Y nadar con la caña entre los dientes a primeros de marzo para cruzar un río demasiado crecido. Muchas, muchas veces pude matarme por ahí por pescar solo en lugares realmente peligrosos. Salía de la discoteca a las cinco de la mañana y a las seis y media ya estaba en la garganta esperando a que amaneciera después de andar seis kilómetros a oscuras con las botas altas puestas. Vaya ejemplo para el hijo pescador. Si, cogía muchas truchas y muchas truchas buenas, pero se me escaparon las más grandes. No era un buen pescador aunque si era un incansable depredador. Era irónico que mi mayor competidor por aquel entonces fuera el dueño de la discoteca. Siempre cogía más, siempre estaba en el río, en el mejor charco, lanzando con más habilidad entre la maleza con su pequeña caña de menos de metro y medio. Caminar garganta arriba después de haber estado hasta las cinco de la mañana de ligoteo, cubata va, cubata viene era una práctica de riesgo. Más de una vez y más de tres acabé en el agua. Le digo al hijo pescador: El agua helada es el mejor aprendizaje y es lo mejor contra las resacas. Y se ríe.
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