...Como el
viaje hasta el río es largo, le cuentas al hijo la historia de su tío bisabuelo
francés y su amigo André Solom. El te escucha intrigado al principio, mecido
por el ruido del motor y por la oscuridad, silencioso, adormecido por tu voz y
el madrugón, pero no te importa:
Primero te
llevaron al gueto de Terenzín y después al campo de
Auschwitz-Birkenau. Sin embargo estás vivo, es un milagro, aunque ya casi no
exista tu cuerpo, ahora escuálido y enfermo, te mantienes en pie. Has vivido
junto al Golem, has mirado a los ojos de las bestias y has sobrevivido a pesar
de ti mismo, de tu edad, de tus ganas de no vivir.
En el
campo, el último día antes de que llegasen los rusos, conociste a un muchacho
que debía tener la misma edad que tu hijo. Se había escondido como tú en
un vano junto a la cloaca para evitar ser llevado al paseo de la muerte por la
nieve. El emboscado era español, eso decía el triángulo azul de los apátridas
que llevaba cosido en la camisa de preso. Para alejar de vosotros la certeza de
la muerte le dijiste: Cuéntame cómo es tu
tierra muchacho. Y el joven comenzó a describir el olor de las flores de
las dehesas, el vuelo inmóvil del cernícalo acechando lagartijas, el sabor de
la primera miel de las colmenas, los rasgos de una novia que le estaría esperando
allí, en un pequeño pueblo del sur de España, los ríos donde
pescaba truchas con una caña larguísima de bambú. El chiquillo habla y habla,
su voz se emociona, es cantarina, está viva. Solom también reconoce en él a un
amigo pescador, a un excelente contador de historias. Comienza a anochecer
cuando su voz se para, en la oscuridad busca al muchacho para abrazarse a él,
de alguna forma protegerlo del viento helado que se cuela por los huecos de las
tablas. Le toca entonces los ojos abiertos, la boca seca para siempre. Cuando
los soviéticos entran en el campo a la mañana siguiente él es uno de los pocos
que entiende bien el ruso así que se convierte en intérprete. Es él la voz
suave y monótona que cuenta el horror absoluto, describe los detalles, dicta
los diferentes nombres del mal.
Un año después
puede por fin volver a su casa. André
Solom regresó por fin a la ciudad el doce de febrero del cuarenta y seis. Hace
mucho frío en Praga. Todo ha cambiado. Estás solo. Antes de llegar a la casa,
imaginas que estará quemada, destruida, revuelta, vacía. Sin embargo casi está
intacta. Apenas se han llevado unas pocas cosas de valor, Los objetos de plata
y las pequeñas figuras de marfil de morsa que coleccionaba Vadvlav, pero han
dejado los libros, los muebles, tus cañas inglesas.
Cuando entras en la biblioteca, sin luz, en la penumbra de la tarde, sientes todo ese frío que ya nunca se te ha ido de los huesos y que te hace temblar aunque estés junto a un fuego. Bajas a la leñera, aún queda madera y carbón. Te parece increíble. Un milagro. Subes con mucho trabajo varios capazos de leña y colocas antes en la chimenea algunas revistas de Die Neue Weltbühne que tanto gustaban a tus hijos, sobre todo a Ariadna, porque venían artículos de Heinrich Mann y de Walter Benjamin. Esas palabras que tantas veces te leyó ante esta misma chimenea. A ella no le importará ahora que las queme para calentarme. Cuando se enciende el fuego y se prende por fin la leña, arrimas uno de los sillones a la chimenea. Tienes que hacer un esfuerzo para no creer que en cualquier momento entrará Ariadna con diez años para subirse a tus rodillas y cantarte una nueva canción que ha inventado con las letras de una jarcha o Ariel para preguntarte de qué está hecha de verdad la materia y qué son los átomos o Vadclav disfrazado con ropas de esquimal fabricadas por él mismo gritando que quiere ir de vacaciones al Polo Norte y pescar haciendo agujeros en el hielo. O tu mujer con un té verde en una bandeja de madera con dibujos de flores y una de esas canciones campestres alemanas en su voz. Pero no hay nadie. El fuego no te calienta.
Cuando entras en la biblioteca, sin luz, en la penumbra de la tarde, sientes todo ese frío que ya nunca se te ha ido de los huesos y que te hace temblar aunque estés junto a un fuego. Bajas a la leñera, aún queda madera y carbón. Te parece increíble. Un milagro. Subes con mucho trabajo varios capazos de leña y colocas antes en la chimenea algunas revistas de Die Neue Weltbühne que tanto gustaban a tus hijos, sobre todo a Ariadna, porque venían artículos de Heinrich Mann y de Walter Benjamin. Esas palabras que tantas veces te leyó ante esta misma chimenea. A ella no le importará ahora que las queme para calentarme. Cuando se enciende el fuego y se prende por fin la leña, arrimas uno de los sillones a la chimenea. Tienes que hacer un esfuerzo para no creer que en cualquier momento entrará Ariadna con diez años para subirse a tus rodillas y cantarte una nueva canción que ha inventado con las letras de una jarcha o Ariel para preguntarte de qué está hecha de verdad la materia y qué son los átomos o Vadclav disfrazado con ropas de esquimal fabricadas por él mismo gritando que quiere ir de vacaciones al Polo Norte y pescar haciendo agujeros en el hielo. O tu mujer con un té verde en una bandeja de madera con dibujos de flores y una de esas canciones campestres alemanas en su voz. Pero no hay nadie. El fuego no te calienta.
Tu hijo
Ariel es ahora capitán del ejército de los Estados Unidos y ha sido él quien se
ha movido para que los rusos por fin te suelten. Solom no lo sabe pero él ha
participado en la fabricación de esa extraña bomba que ha hecho rendirse a los
japoneses. Vadclav, el “tesorero de
lenguas”, está muerto, enterrado en una fosa común fuera de la ciudad.
Gracián, aquel chiquillo que se presentó en tu casa una mañana fría de abril
con una carta de recomendación de tu amigo Ataulfo Plasencia y que adoptaste
como a un hijo, murió en Madrid en una trinchera de la Ciudad Universitaria.
Ariadna está encerrada en una cárcel de Madrid, condenada a muerte, aunque tú crees que
ha muerto también en esa ciudad cuyo nombre te suena a hogar. Ya no te queda
mundo. Ni vida. Ni Praga. Cierras los ojos. Tienes todos los salvoconductos
para atravesar Europa, viajar a los Estados Unidos y vivir los pocos años que
te quedan en una casa confortable con un jardín lleno de buganvillas, rodeado
de vecinos amables, cuidado por tu hijo Ariel, su mujer Pauline y dos nietos
que ahora tienes y no conoces. Podrías ir a los grandes ríos americanos con ellos,
enseñarles a pescar como hiciste con Ariel. Pero no vas a hacerlo. Ésta es tu
casa. Tu vida. Tu ciudad. Guardas en tu memoria demasiada crueldad, demasiadas
voces, demasiado horror y silencio. Ya no puedes, no quieres seguir viviendo.
Te
levantas del sillón y buscas aquel gran libro de Alexander von Humboldt lleno
de mapas y dibujos de animales extraños que tanto gustaba a Vadvlav. El fuego
comienza a calentar la habitación aunque tú no te das cuenta. Entonces se abre
la puerta de la habitación y aparece un joven, casi un niño, vestido de soldado
y grita algo en ruso, con una voz ronca que parece la de un anciano. Solom no
le escucha, sigue leyendo. El desconocido grita más fuerte palabras que sin
embargo el sabio no comprende.
El
militar, que había sacado la pistola, se acerca al otro sillón y lo arrima al
fuego. Se derrumba en él como si su abrigo de soldado fuera de plomo y su peso
insoportable. Joder viejo loco un poco más
y te pego un tiro, pensaba que eras un ladrón o algo peor, pensaba que estabas
quemando todos estos libros para calentarte de este puto frío de los cojones. Tiene
cara de niño. Veinte años o pocos más. Sin embargo tiene la piel de la cara
cuarteada, arrugas en los labios, los ojos enrojecidos, las manos grandes,
nervudas, llenas de cicatrices y cortes recientes mal curados. Puta
mierda de guerra. Todo dios emperrado en quemar gente y en quemar libros.
Joder. Puta mierda de nazis y de rusos y de la madre que los ha parido a todos
que se piensan que los libros muerden o algo por el estilo. André Solom
sonríe por el acento francés que tienen todas esas frases en español que casi
le suenan tan bien como las palabras de Alexander. Le mira a los ojos y ve en
ellos un cansancio infinito, pero también una extraña inocencia o valentía, o arrogancia.
Adivina que el muchacho ha luchado muchas veces contra el Golem y de alguna
manera, aunque tenga el corazón destrozado de dolor, lo ha vencido en todas ellas.
Estoy hasta los cojones de tanto loco y
de tanto iluminado. No te jode. Que vengo ahora de la comandancia para que me
den por fin el pasaporte para volver a casa, a mi París y el tonto de los
huevos del chupatintas me dice que hasta dentro de dos días no tendré el visado. Joder, hasta
que no le he metido el cañón de la pistola hasta la campanilla no se ha dado
cuenta el hijo de perra que tengo prisa. Que llevo muchos años limpiando de
cabrones el mundo y ya estoy cansado, joder, cansado. No es tan difícil de
entender. Cansado. Solom se levanta y se acerca a la librería que está
junto a la puerta. Saca varias grandes biblias del siglo XVIII y mete la mano
al fondo. Ante la sorpresa del joven aparece la pequeña puerta de un mueble bar
secreto y saca una botella mediana. Rompe el protector de lacre e intenta
quitar el tapón de corcho, pero no puede. El joven soldado da un grito, se
levanta de un salto y extiende su brazo sin decir una palabra. El sabio le
ofrece la botella. Él, con los dientes descorcha la botella y huele el gollete.
Joder, joder, joder viejo cabrón, llevo
tres semanas viviendo en esta casa y no he encontrado ni una gota y ahora me
descubres que tienes aquí metida entre la palabra de Dios y su puta madre un
botella de jerez que huele de cojones. Echa un trago largo, casi media
botella sin respirar. Chasca la lengua, se limpia la boca cuarteada y rota con
la manga del grueso abrigo ruso y luego le pasa a André Solom la botella. Él
bebe un poco y siente cómo el suave licor le calienta por dentro y le hace sentir
cómo vuelve el calor a su cuerpo. El jovenzuelo sonríe y unas lágrimas gruesas
le resbalan por la cara pero no le borran la alegría de los labios. Toma una de
las cañas de la vitrina, la monta, juega con ella dando varetazos al aire, vuelve al sillón cerca del
fuego y se deja caer de nuevo como si tuviera sobre sus hombros un peso gigantesco
que le vence. Vamos a ver viejo, tú quién
eres. Quién cojones eres.
Es muy tarde cuando André Solom cierra los ojos. Antes el chico ha echado más leños
a la chimenea. Por el suelo hay varias botellas vacías de Oporto, Malvasía, Jerez, Málaga, Retsina. El joven soldado ronca. El anciano admira su abandono,
ese cansancio infinito que le ha marcado la cara para siempre, esas manos
heridas en todos los lugares de Europa. Todos esos nombres de todas las
ciudades que ha liberado, de todos los amigos muertos, de esos españoles que le
han acompañado y le han enseñado el idioma, a luchar, a sobrevivir aunque
ninguno haya quedado con vida de aquellos treinta que empezaron con él en Normandía, que entraron con él en París
y le siguieron por Alemania y Austria hasta el Nido del Águila. El chiquillo ha
matado a muchos hombres y a muchos les vio el último chispazo de vida en los
ojos azules cuando apretaba el gatillo de la ametralladora a tres pasos o removía
la bayoneta en sus gargantas. ¿Y qué eras
antes soldado? El jovenzuelo protesta. Era no, soy, sigo siendo, eso seré cuando regrese a París, lo que fue
mi padre, mi abuelo, mi bisabuelo, mi tatarabuelo, un puto librero, eso soy, un
librero orgulloso. Bueno, librero y pescador. Y ahora más. Tú no sabes qué empeño
tiene el mundo en quemar a la gente que piensa, a la gente que escribe libros y
a los libros mismos. Joder que plaga, que peste, la hostia. Cuando entré en París
con mis amigos españoles encima del camión “Guadalajara” lo primero que hice
fue ir a la casa de mi padre que estaba encima de la librería. Pero todo estaba
vacío, quemado, destruido. No sabes la mala hostia que se me puso. En español
se dice así, ¿sabes? mala hostia. Se me puso una mala hostia de cojones. Encima
luego alguien me disparó desde un tejado de enfrente, un cabrón, otro cabrón.
Tuve suerte, el tiro me entró por debajo de la clavícula. Salí corriendo, entré
en la casa, subí los cuatro pisos con la pistola en la mano y le pillé en
bragas, mirando hacia la calle. Le chisté y según se daba la vuelta le pegué un
tiro en los cojones y ahí le dejé. No me molesté ni en rematarle. Qué hijo de
perra. Esos hijoputas habían matado a mi padre y le habían quemado su
librería. Ya me dirás tú qué mal hace un librero. Joder qué puta guerra. ¿Tienes
más vino? Y luego me dice ese cabrón de funcionario que no tengo aún el
pasaporte ni el visado. Joder que mala hostia se me ha puesto. Solom se ríe.
Le gusta como suena el español, aunque el chico blasfeme tanto y arrastre por
la garganta las erres. Bueno ¿cómo te
llamas? El soldado apura la botella. Y mira perplejo a Solom. Me llamo Raimond Royuela. Teniente del ejército
de la Francia Libre. Y tengo la Legión de honor y L’Ordre de la Libération y
otras putas medallas que he ido vendiendo por ahí. Llegué hasta aquí pegando
tiros con los yanquis y los rusos hace ya dos años pero como soy comunista me
han dejado quedarme por aquí. Digamos que me he encoñado de una rubia
estupenda. En español se dice así, encoñado. Aunque me acaba de dejar y ahora
quiero volver a casa. Así que todo esto es el pasado. Ya solo soy librero. Por
eso me quedé a vivir en esta casa, porque había muchos libros y esas cañas de
pescar tan bonitas del armario y me sentía bien. Nuestra librería se llamaba "El
sueño de Salgari" y está muy cerca de Notre Dame, casi enfrente. Pero soy un
librero sin libros y sin dinero.
André Solom contempla al chico. Bueno,
todo puede arreglarse. Te propongo un trato. Digamos que yo te vendo toda mi
biblioteca. El soldado se levanta y apura la segunda botella. No me ha escuchado, estoy sin blanca. Se
dice así en español, sin blanca. Gracias a que me dan comida en el cuartel que
hay junto al río que si no ya me había muerto de hambre y de frío. Porque vaya
puto frío que hace en este pueblo. Solom desea sonreír, tal vez lo ha
hecho. No importa, digamos que ya me lo
pagarás cuando estés en París. Tengo ahí, detrás de las botellas, algunas joyas
de mi mujer. No te darán mucho dinero pero sí el suficiente para conseguir un
buen camión y para que puedas llevarte toda esta biblioteca a tu librería.
Muchos de estos volúmenes tienen valor si das con las personas que saben
apreciarlos. Por algunos te darán incluso una pequeña fortuna. Te puedes llevar
las cañas también. El soldado se queda en silencio. Luego se levanta de
nuevo y se acerca hasta el escondrijo de las botellas para coger otra. Vuelve
al sillón, la descorcha y antes de beber se la ofrece al viejo.
Ahora que le ve dormir la borrachera junto al fuego, sin haberse quitado
el grueso abrigo, le parece aún más joven de lo que es. Solo entonces habla en
sueños palabras en francés y su voz cambia. Te parece casi la voz de un niño,
un chiquillo que vuelve del colegio y recita su lección antes de entrar en
casa. Voyez, près des étangs, ces grands
roseaux mouillés. Voyez ces oiseaux blancs et ces maisons rouillées. La mer,
les a bercés le long des golfes clairs et d'une chanson d'amour. La mer a bercé
mon cœur pour la vie… Al día siguiente cuando el joven se despierta apenas
balbucea unas palabras. Sale a la calle y vuelve a la media hora con un termo
de campaña lleno de café muy fuerte y dulce y un gran paquete lleno de hojaldres
de miel y piñones. Solom le
escribe un contrato de compraventa y firma en cada una de las hojas del libro
de registro que tiene de su ordenada biblioteca. Beben juntos en silencio el café
y devoran los dulces. El sabio saca después del fondo del botellero una caja de
madera tallada en la que hay unos anillos y algunos broches con perlas. Cómprate un buen camión y búscate a alguien
que te ayude a empaquetar la carga. Al atardecer volvió el chico con un
Skoda 706 lleno de cajas de madera vacías y dos soldados checos. Con delicadeza
de librero el joven soldado fue llenando cada caja despacio, clasificando los
libros por autor, años de edición, idioma, materias. Tardó casi dos días con
sus noches en llenar todas las cajas y vaciar por entero la biblioteca. Solom
mientras tanto apenas se levantó del sillón junto a la chimenea que el soldado
se cuidaba de mantener encendida.
El viejo contempla cómo va desapareciendo su gran biblioteca. Las
estanterías vacías van convirtiendo la habitación en un lugar distinto, feo,
extraño. Pero a él no le importa. Sabe que sus libros volverán a la vida en
otros ojos. Se han salvado del Golem y ahora merecen seguir en el mundo,
asombrar a otros lectores en otras ciudades en otro tiempo. El joven librero
entra en la sala con una nueva carga de leña que coloca con cuidado en el
hogar. André tiene en las manos sus cañas de pesca. Bueno espero que puedas seguir paseándolas con salud por tus ríos
franceses. Raimond Royuela toma ese tesoro y abraza al anciano. No tengo palabras. Me cago en dios, viejo.
No tengo palabras. Y era verdad. El joven soldado no encuentra palabras en
español para demostrar agradecimiento a ese extraño que ahora entre sus brazos
le siente tan frágil y delgado como una de esas viejas cañas inglesas de bambú
refundido. Solom escucha el ronquido del camión al arrancar. Cierra bien las
puertas de la sala vacía y va bebiendo despacio de la última botella de Oporto.
Poco tiempo después se duerme. Media hora después, dulcemente, se apagará su
vida.
Raimond Royuela, veintidós años, solo, con los ojos llenos del coraje,
dos termos llenos de café y el corazón de los héroes que han muerto a su lado,
atravesará con el Skoda atiborrado de libros preciosos y una caja de madera
llena de frágiles cañas de pescar media Europa reventada, pueblos arrasados
hasta los cimientos, cementerios y cruces en muchas cunetas y tanques que le
parecía que en cualquier momento comenzarían a echar humo y a escupir muerte
pero que ya solo son chatarra, niños hambrientos que se le suben al camión, docenas de controles en los que parará
muchas veces mostrando documentos y visados y
su cara de mala hostia, de quien hace ya mucho tiempo que nada teme. No
tiene problemas en llegar por fin, cinco días después, a París. Al local
abandonado y destruido donde puede leerse en letras rojas sobre un fondo verde "El sueño de Salgari".
El Joven Raimond puso en marcha la librería en poco tiempo, hizo
afortunadas ventas. Conoció a una joven muchacha llamada Terese. Comenzó a
pensar que el mundo tal vez, en un futuro no demasiado remoto, podía ser un
lugar habitable, sobre todo cuando se alejaba de París para ir a pescar truchas
con una de las cañas de Solom.
Cinco años después, un verano, regresó con su mujer a Praga. En la casa del sabio Solom vivía ahora un funcionario del partido que le recibió con amabilidad y deferencia. Le invitó a beber una copa de slivovice, un licor de ciruelas, en la sala en donde había estado la biblioteca, ahora dividida en dos por un tabique y convertida en un feo despacho con muchos libros similares, encuadernados todos en tela roja o negra. Brindaron allí por los camaradas muertos en la Gran Guerra Patriótica y a él le salió sin querer la voz ronca y rota de entonces, de cuando destruía tanques con granadas americanas y botellas de champán llenas de gasolina y la metralleta pesada de los camiones de La Nueve. Y vio las caras de todos sus amigos muertos, anónimos y los gritos de ellos, sus voces, que él nunca olvidaría ¡Por la República, no pasarán! Nadie le supo dar noticias del viejo Solom. Entonces, al regresar a París tomó una de las cañas del viejo y se fue varios días al río en el que comenzó a pescar con su padre. Descubrió entonces que se sentía fuerte, que aún no había cumplido veintisiete años y que su vida podía volver a ser feliz. No tuvo entonces tampoco palabras en español, ni en francés, ni en ningún idioma conocido para agradecerle también ese regalo al sabio pescador André Solom.
Cinco años después, un verano, regresó con su mujer a Praga. En la casa del sabio Solom vivía ahora un funcionario del partido que le recibió con amabilidad y deferencia. Le invitó a beber una copa de slivovice, un licor de ciruelas, en la sala en donde había estado la biblioteca, ahora dividida en dos por un tabique y convertida en un feo despacho con muchos libros similares, encuadernados todos en tela roja o negra. Brindaron allí por los camaradas muertos en la Gran Guerra Patriótica y a él le salió sin querer la voz ronca y rota de entonces, de cuando destruía tanques con granadas americanas y botellas de champán llenas de gasolina y la metralleta pesada de los camiones de La Nueve. Y vio las caras de todos sus amigos muertos, anónimos y los gritos de ellos, sus voces, que él nunca olvidaría ¡Por la República, no pasarán! Nadie le supo dar noticias del viejo Solom. Entonces, al regresar a París tomó una de las cañas del viejo y se fue varios días al río en el que comenzó a pescar con su padre. Descubrió entonces que se sentía fuerte, que aún no había cumplido veintisiete años y que su vida podía volver a ser feliz. No tuvo entonces tampoco palabras en español, ni en francés, ni en ningún idioma conocido para agradecerle también ese regalo al sabio pescador André Solom.
...Y el hijo
pescador duerme, aún falta un rato para que amanezca. No te importa que no te
haya escuchado, le contarás de nuevo esa historia de su tío bisabuelo, cualquier
día, junto al río...
No tuvo entonces tampoco palabras en español, ni en francés, ni en ningún idioma conocido para agradecerle también ese regalo al sabio judío pescador André Solom.
ResponderEliminarTampoco para ti por deleitarnos con estos maravilloso texto.
Un saludo
Ernesto
Muchas Gracias por tu "com" Ernesto.
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