Lago situado en Central Park, Nueva York |
Hace
muchos años, antes de que desaparecieran las Torres Gemelas, hice un viaje de trabajo
a NY que acabaría siendo, de alguna forma, también, un viaje de pesca.
El
primero que entrevisté era un tipo casi centenario. La camisa de cuadros remangada, lanzaba al agua un señuelo
de plumas de colores con una vieja caña de bambú en medio de Manhattan en un
lago que hay en Central Park en el que se puede pescar. Le costaba trabajo
hablarme en español, lo hacía despacio, saboreando las palabras.
—Sí, Nueva York nos trató bien, llegamos asustados, sin nada, vencidos,
casi sin esperanza. En las últimas semanas, antes de la caída de Madrid, yo y
otros profesores de la Universidad Central nos habíamos convertido en milicianos
vestidos con mono de trabajo y empuñando un fusil que apenas sabíamos usar.
Estábamos a las órdenes de Mera y habíamos recibido cartas de un colega nuestro
que se había marchado a Nueva York meses antes de la rebelión. Estaba muy bien
colocado en la Universidad y nos ofrecía trabajo. Imagínese, nos atrevimos a
irle con el cuento a Cipriano Mera. “¡Me cago en el dios que os batanó! ¡Sólo
me faltaba que me vinieran los soldados a pedirme permiso para desertar!” Ante
nuestra sorpresa nos dio un abrazo, se encargó personalmente de arreglarnos los
papeles y nos largamos para Valencia dos días después. "¡Ya os podríais llevar
también a ese colega vuestro que es profesor de griego. Como no se aleje de
aquí pronto si no le pegan un tiro los comunistas se lo pegarán en cualquier
momento los fascistas o yo mismo como me cabree!" Mera nos contó la increíble
historia de un profesor de griego que había colaborado con Arturo Barea de la
emisora Transradio. Era uno de los hombres de confianza de Miaja y se
rumoreaba que había participado en la compra de armas para los anarquistas en
algún país de centroeuropa. Preguntamos su nombre. "¡No me acuerdo del maldito
nombre ahora, siempre va con dos milicianos, un tal Elorza, pregunta a Ruiz por
ellos y llevadle con vosotros! ¡Es una orden!". Pero las cosas no estaban para
ir preguntando por la calle. Salimos de Madrid sin haberle encontrado. Nunca
supimos su nombre, ni su suerte. Imagino que acabaría asesinado por unos o por
otros. El viejo enganchó algo en ese momento, pego un tirón seco y a unos
veinte metros de donde estábamos saltó un pez de buen tamaño. Salió del agua
por completo y por un segundo quedó como flotando en el aire sobre el lago. Los flacos brazos
del anciano comenzaron a recoger sedal como si le fuera en ello la vida. Tras
unos minutos de lucha en los que parecía que iba a darle un infarto al fin
tuvo el pez entre las manos. Después lo soltó con mucho cuidado. —Ya es la
tercera vez que pillo a este viejo pez— Me dice. —Sí, esta ciudad me ha tratado
bien, puedo echar pestes de todos los crímenes que los gobiernos de los Estados
Unidos de América han perpetrado por el mundo desde la guerra de Cuba hasta la
fecha de hoy pero a nosotros, un puñado de españolitos que llegamos a esta
ciudad con una mano detrás y otra delante, nos trataron como jamás hubiéramos
soñado. Nos ofrecieron trabajo, casa, amistad, amor. Pudimos pensar,
investigar, decir y encima podía ir a pescar en metro. A Nueva York llegó apenas un puñado de españoles. Pocos. Quizás los más famosos que me vienen ahora a la cabeza son
Joaquín Maurín que creó una agencia de prensa, el pintor Eugenio Fernández
Granell que fue profesor de la Universidad de Nueva York, Victoria Kent que se
inventó una revista llamada Ibérica o Jesús de Galíndez. Pero hay y hubo otros,
menos famosos, más anónimos, que se hicieron como yo neoyorquinos para siempre—. Le digo
—Esos son los que me interesan, a esos son a los que sigo el rastro—.
Días
después fui con él a pescar truchas. Montados en una viaje furgoneta de los sesenta no nos alejaríamos ni ochenta kilómetros de la
ciudad. Me dejó una de sus cañas y me sacó los permisos necesarios. Pescamos un torrente precioso, solitario, metido en un bosque espeso y
salvaje. Me parecía imposible que a tan pocos kilómetros de allí estuviera la
capital del mundo. —¿Y cómo
siguen los ríos trucheros de mi España?—. Me preguntó el anciano. Me costó que
volviera a contarme cosas del exilio republicano en Nueva York. Sólo quería hablar
de ríos y de truchas, de sedas y plumas leonesas para hacer moscas. Me regaló una pequeña
caja con señuelos hechos por él. —Los montajes los he aprendido aquí, pero los
hilos son muy antiguos. Fue casi lo único que me llevé de Madrid.
Un montón de carretes de seda de colores que compré por un duro en una mercería que había
cerca de la Puerta del Sol. Ligero de equipaje, que diría Machado—.
Club Obrero Español de NY, 1945. Spanish Workers' Club, 1945 Courtesy, Joe Mora.
Le digo
al hijo pescador que la novela que escribí con todo aquello está metida en un cajón,
junto con aquella caja de moscas y el recuerdo de un día de pesca inolvidable.
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