(Pintura de Diane Michelin)
Nunca saltar sobre una piedra mojada, vadear siempre
con cuidado y pisando entre los huecos de las piedras, dejar de pescar cuando
hay tormenta. Al hijo pescador le vas dando
consejos para que no se rompa la cabeza, ni se ahogue, ni le deje frito un rayo.
La prudencia es la mejor de las virtudes en la pesca de la trucha en las
gargantas de Gredos.
Pero no le
cuentas al hijo lo mucho que te gustaba bajar al río a pescar truchas en pleno
aguacero y que no tenías miedo de ningún rayo ni centella que viniera del cielo.
A veces los rayos caían tan cerca que no sonaba el trueno sino una gran explosión a
la vez que la chispa. Llevabas las botas altas, un viejo impermeable azul
oscuro heredado del abuelo Fernando y un sombrero de fieltro engrasado. Llovía
con rabia pero te sentías abrigado y protegido, invulnerable, inmortal. Por azar, por suerte o porque
tal vez el río te protegía, nunca te cayó ningún rayo aunque viste muchos,
columnas de luz cegadora, gruesos como árboles que caían por todas partes con
un ruido de furia.
Ya no cometes
esas locuras de ir con la caña al campo en medio de una tormenta. Una caña es
el mejor de los pararrayos. Pero te siguen gustando mucho las tormentas y la
lluvia fuerte, pescar en esos momentos en el que el mundo entero parece de agua
y el sonido de la lluvia en tu cuerpo y el de las corrientes se mezcla y se
convierte en un sonido embriagante. Además, es un detalle sin importancia, la primera
media hora de lluvia era un momento mágico porque las truchas se volvían locas.
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