El pescador no
puede entender la basura dejada en la arena, los papeles, las botellas vacías,
las heces, las bolsas de plástico llenas de desperdicios arrasando la belleza
de aquel lugar maravilloso. No puede entender o no quiere entender quién puede
llegar allí para beber, comer y cagar en el mismo lugar y luego dejar sin más la
basura, disfrutar de esa ribera por unas horas y luego convertir durante
semanas o meses o años ese mismo lugar en pocilga.
Le duele al
pescador la profunda ignorancia, la profunda incultura, el gran desprecio hacia
los demás y hacia uno mismo que se deduce de este triste espectáculo. Luego, de
vuelta, como ha hecho tantas veces, venciendo la repugnancia, sacará la bolsa negra
de basura del chaleco e intentará recoger y limpiar el desastre con la certeza
y la seguridad de que dentro de pocos días volverá a estar el lugar lleno de
mierda.
El pescador se
aleja río arriba, supera en el charco siguiente el vertido turbio que cae por
un arroyo desde un campo de cultivo que curan con veneno y en la siguiente poza una
toma de agua con el motor junto a la orilla desde el que gotea fuel hasta la
arena. Tiene que alejarse muchos centenares de metros para encontrar por fin el
río limpio aunque en ambas orillas, a pocos metros del agua, las alambradas cerquen el campo, ¿será
que el dueño de esas miles de hectáreas teme que le roben las encinas y los
grandes alcornoques?
Pero el
pescador no quiere indignarse, quiere dejar atrás tanto desprecio, tanta
incultura, tan poco amor, siquiera afecto, hacia esta tierra que nos da para
vivir y nos protege del inhóspito vacío del Universo. No es misticismo, ni
neojipismo. El río, metáfora de tantas cosas para los poetas, ha sido el lugar real donde comenzamos
a ser homínidos inteligentes. Sin agua dulce y limpia sería imposible
sobrevivir. Este agua no sólo la necesitan las truchas sino la humanidad entera
y sin embargo…
El pescador no
puede hoy abstraerse de todo, ni olvidarse. En un recodo flota un envase de
refresco y un poco de espuma amarilla delata que el agua lleva sutiles tóxicos
que no han sido depurados por el pueblo de arriba. Hoy pesca sólo, pero si hoy estuviera pescando con su hijo no
sabría cómo explicarle todo aquello, cómo excusar a una civilización, a un
pueblo que llena de mierda el agua, cómo hablar de progreso, desarrollo o
futuro en un país que siente ese profundo desprecio hacia las aguas y los bosques.
Siente vergüenza, tristeza, indignación, sobre todo porque hace pocos años él
bebía sin miedo de ese agua y todo parecía un paraíso indestructible. Siente
que no ha hecho casi nada, no ha hecho lo suficiente, no sirve de nada recoger
de cuando en cuando un poco de basura.
Piensa en los
chavales que habrán dejado el precioso charco del puente de la Carava lleno de
inmundicia, en el agricultor que desagua veneno, en el que vampiriza el agua con la bomba o en los miles de ciudadanos que ignoran o que no les importa que
no se depuren bien las aguas residuales que salen de sus lavadoras y cloacas.
Gente corriente, normal, educada, limpia y respetuosa en sus casas y con los suyos.
Tal vez sea
eso. Que el mosquero andante es un místico y un neojipi, un ingenuo y un tonto, un
antisistema y un indignado que no sabe que el progreso, el único real, es también
todo eso: basura, mierda y aguas muertas.
(No he querido poner una fotografía más de basuras en el agua, de las que hay miles en Internet. Todos tenemos demasiadas en la memoria y en nuestros ríos. Prefiero la de esta truchilla que vive en el tramo alto y muy limpio, aún)