Estamos varios
pescadores allí, metidos en el río, inmóviles, esperando la próxima cebada, dejándonos
limpiar por la corriente de cualquier otra idea, distracción o sueño. Tipos ya
mayores, por encima de los cuarenta, deseando tocar un pez, jugando con el
agua, atentos al brevísimo glub para
lanzar cerca un diminuto señuelo que ellos mismos construyeron con sus dedos de
adulto o sus manos de niño.
Apenas hablan.
Solo alguno no puede resistir una exclamación, una risa o una palabrota si
logra meter la trucha en la sacadera o si por el contrario el pez se escapa. De
seis a ocho el Tormes se despierta, vuelan las efémeras y las truchas, la seda
de los pescadores y sus señuelos de juguete. Están allí, metidos hasta la cintura
en el agua helada porque necesitan volver a ser niños sin otra ocupación que
jugar al juego que más les gusta, el juego de la pesca, el juego de soñar con
un pez grande que se quedará con ellos, en su memoria, mucho tiempo.
Y lo de
fuera, sus serios caparazones, su apariencia de adultos cuarentones, sólo es
eso, una frágil máscara tras la que se esconden, disimulan, viven.
Sigo pescando,
a veces los miro y veo con claridad que ninguno pasó aún de los diecisiete. Una
vez, hace años, hace muchas estaciones, descubrieron como parar el tiempo y no
crecer, por siempre piterpanes gracias a un río.
Cualquier río puede convertirse por unas horas en la fuente de la eterna juventud... Bonita entrada compañero, un saludo.
ResponderEliminarGracias Jorge. Deseando volver, que este finde no he mojado seda.
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