Dicen que los viajes dejan en suspenso el tiempo, que viajar es atarse a la cinta invisible de un reloj extraño cuyo ritmo y carrera es otro muy diferente a ese tiempo prevenido y seguro de la vida en el lugar que habitamos, encerrado en metrónomos, cronómetros y horarios. Él no lo sabe, pero siente con mucha nitidez que los viajes para pescar, sean a ríos muy lejanos o a otros cercanos, le llevan a una forma de medir las horas o los días que nada tienen que ver con los relojes o los calendarios.
En todo eso piensa el pescador
ahora, sentado en una piedra de pizarra pulida y fría, deslumbrado por el calor inusual de primeros de mayo, mientras ata la hormiga rechoncha que más bien parece escarabajo y luego una ahogada Grant montada por Azorero. Nunca atesora las preciosas moscas que a veces le regalan
los grandes montadores, las usa siempre, se siente obligado a hacerlas vivir, a
mojarlas, tal vez a desgastarlas o perderlas, porque para eso fueron inventadas,
para volar y coger peces, no para esconderse en una triste caja del tesoro lejos del río.
Hace unos pocos miles de años nos
hicimos sedentarios, tal vez engañados por una seguridad que no existe en
ningún sitio, quizá convencidos de que el tiempo en la aldea, tan ordenado, nos
permitiría una vida más larga, saludable y tranquila. Pero perdimos ese otro tiempo, hoy
secreto, que a veces vuela más rápido que la luz por las horas y otras se
estira largo y largo aunque los astros indiquen que han pasado tan sólo unos
pocos instantes. Al hacernos sedentarios olvidamos ese otro tiempo impreciso,
cambiante, nunca igual, jamás uniforme, que mueve al resto de seres y cosas. Un
tiempo que sólo recuperamos cuando tocamos el agua como ahora, mientras el
pescador se da prisa en atar el señuelo y lanza cerca de
ese barbo que come hormigas como quién toma de postre unas uvas, sin parar de
arrancar del racimo del agua cada fruto negro, jugoso y crujiente.
Después, con el pez entre los
dedos, mientras desanzuela la hormiga que se ha enganchado demasiado dentro,
cuando vuelve a dejar el barbo bajo el agua y tensa sus músculos antes de dar un rabotazo
elegante, al volver a sentarse en la piedra y contemplar el río, entiende todo
lo que ha perdido. Ese tiempo enorme que nos va desgastando o que derrochamos o que
olvidamos sin más. Por un momento cierra los ojos, ahora el sol calienta bien, la
radiación que escupió una inmensa explosión termonuclear hace tan sólo ocho minutos
es ahora una suave caricia de luz que mueve el aire, roza los juncos, toca su
piel. Es un rayo sutil que se reflejó antes en las escamas doradas del pez al
alejarse.
Dicen que los viajes dejan en
suspenso el tiempo. Dicen que nos hicimos sedentarios para no tener miedo a tanta incertidumbre. Dicen que las hormigas voladoras tienen un misterioso reloj en
el corazón que les susurra cuando salir y alejarse de su casa subterránea hacia lugares
desconocidos, inciertos y peligrosos para seguir así el ciclo de la vida,
generación tras generación, hasta que el sol se apague. Él no lo sabe. Pero siente con mucha seguridad que sus genes nómadas le empujan al camino, a los ríos, a
no quedarse quieto, a no creer en ninguna seguridad o abrigo que implique no
salir de la aldea a la intemperie, no investigar lo nuevo, no tocar otra vez un pez que nadaba en el misterio un poco antes. Tal vez no seamos muy distintos de estas hormigas voladoras que
se arriesgan a caer al agua con unas alas recién estrenadas. Quizá también tengamos en el corazón un reloj que
nos susurra siempre que hay que volar sin importarnos si llegaremos a un tiempo de fortuna o si caeremos al río sin más vida. Ese reloj no suena pero existe, tic-tac, tal vez sea el propio corazón.
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