A veces ocurre. No hace falta bucear muy profundo en la
memoria. Era un día de finales de abril con las orillas convertidas ya en
selva. Nos colamos en la bóveda del bosque de ribera y de pronto estábamos
metidos en una luz muy distinta, una penumbra verde rota por el sol y el ruido del agua tapando
nuestra voz. Armamos las cañas con prisas, como siempre, acuciados por el deseo
de tener ya la mosca y la ninfa metida en el agua. Digo armar porque pescar
allí es cazar al acecho o al salto, lanzando con precisión y temple, caminando
con ritmo de equilibrista imprudente y explorador antiguo. Pescar con V. es como
pescar sólo pero mejor, sin competencia, cediendo el turno, respetando los
gustos y manías de cada uno, tenemos además el mismo ritmo y similar pasión por
las truchas complicadas y los sitios solitarios y difíciles.
Atamos la novedad, una ninfa
gorda de cabeza de tunsgeno negra y cuerpo azul oscuro holográfico y una trico
flotón, despeluchado, bien visible. A cada postura movíamos o salía una trucha sin
fallar, o dos o tres. Truchas rabiosas y glotonas que atacaban sin miramientos
los señuelos con una alegría poco acostumbrada. A veces ocurre, hay días así,
perfectos, no tanto por los peces como por la temperatura suave del aire, la pureza del agua, los mil verdes de la bóveda del bosque, el tiempo compartido
con mi hermano, la belleza de los rayos de luz llegando hasta los fondos
oscuros y los canchos de granito dorado, la emoción de cada lance con fortuna, el mágico color de
los peces, su incansable energía, la sensación de estar viviendo unas horas que
siempre serían memorables. Fuera de allí la
vida para ambos era en esos momentos complicada. Fuera de allí el mundo
requería de estrategias y palabras gastadas, puñados de tiempo desperdiciado, rutinas absurdas, excusas estúpidas, diminutas batallas perdidas casi siempre. Pero
en ese pequeño río de montaña la vida era perfecta.
Ahora miro las fotos y no me
reconozco. Esa alegría con la que miro a V. exhibiendo la joya de esa pequeña
trucha no es la que tengo ahora ni la que suelo tener un día cualquiera cuando me
asomo al espejo a eso de las siete. Pero a veces ocurre y no pienso en ese día
o en otros parecidos con añoranza sino con el optimismo, quizá poco sensato y
siempre irreductible, de que ahí delante nos esperan más días así, respirando la
luz verde del bosque, compartiendo el río, sintiéndonos
soberanos de un tiempo enteramente nuestro, saludando a las truchas y a los
mirlos, atando el señuelo con prisa a la caza de esa rara plenitud.
Estamos
en noviembre y queda mucho para marzo. La luz de la ciudad es áspera y lechosa,
el día previsible y la semana larga, pero quería escaparme hoy, durante los
pocos minutos que dura escribir esto, hacia ese día. Enseñar al hijo pescador
que días así son también un privilegio, como también lo es saber usar la memoria, haber
derrochado el tiempo dentro de un río, tener hermanos con los que contrastar
que ese día no fue ficción sino verdad y que habrá otros. Siempre.
Ese momento de intimidad, casi me he sentido como si lo destrozara, al inmiscuirme en este hermoso poema de vida
ResponderEliminarPara nada Su. Hay unos versos de tía Alfonsina, la Storni, que dicen:
EliminarSí, yo me muevo, vivo, me equivoco;
agua que corre y se entremezcla, siento
el vértigo feroz del movimiento:
huelo las selvas, tierra nueva toco
Muy chulo la verdad
ResponderEliminarMuchas gracias Ferran. Ese es el ejemplo de lo que puede ser un coto sin muerte bien cuidado. Ojalá dure...
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