Terminó hace días la última novela. Aún viven cerca los personajes
que inventó, pero cuando los pocos lectores a los que les pasó la historia
aluden a alguna corrección necesaria de ese borrador le parece que deberían
reescribir ellos mismos los pequeños errores. Ya no siente suya la trama de
esas vidas ni sus voces. ¿de verdad eso salió de sus dedos?
Ya en medio de la primavera. Los días siempre rapidísimos.
Imposible cumplir las obligación del carpe diem que se impone los fines de
semana. El pescador ha venido muy temprano a su río, ahora lleno de helechos y
cicutas, con menos agua y más lleno de vida visible. Vadea sin prisa,
saboreando el simple pisar entre las piedras. Las truchas le sorprenden en las
corrientes rápidas, estrechas y profundas. También las bogas que parecen haber
vuelto después de muchos años sin tocarlas.
Pesca, por una vez despacio, tranquilo, sin esperar nada. Se va
una trucha grande y no maldice. Casi le hacen más gracia las boguitas, el
murmullo incesante de los insectos, al intensidad de los colores según levanta el día, este
esplendor gratuito y para nadie que contempla.
Aunque no está cansado se sienta en una piedra en medio de la
corriente, ahora que comienza a dar el sol en el agua, por el gusto de mirar la
orilla, la corriente, los peces. Luego repite lo pescado al amanecer y vuelve a tocar truchas y bogas.
No hay nadie. El río entero para él, el sol entero, la larga mañana. Le parece
que ha pasado mucho tiempo desde esos días de marzo y luego abril. El pasado
cercano es a veces un lugar remoto y el pasado lejanísimo se acerca de
improviso como si fuera antes de ayer. Entonces pescaba bogas con una cuerda de
moscas ahogadas y truchas con pequeñas cucharillas negras, el resto de mundo es
casi el mismo. O tan distinto.
Piensa que debería escribir algún día una historia de pescadores. Se
la debe.
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