jueves

HUGO CORTO

Alguien le contó que la posición de Gracián había sido aniquilada. Ellos en cambio habían tenido suerte, tan solo tres heridos. Los diez hombres que defendían aquellas ruinas parecían no tener miedo a los obuses. Desde los primeros días del asedio Hugo se había dado cuenta que no tenían experiencia militar, sin embargo aprendían rápido y entre ellos mantenían una extraña relación de íntima fraternidad compartiendo el alimento, las mantas, el miedo. Hugo enseguida se sintió uno de ellos. –Nunca he visto el mar, ¿cómo es el mar?– Le preguntó uno de aquellos hombres. Todos eran anarquistas extremeños de un pueblo llamado Pasarón de la Vera. Habían huido de sus casas ante el avance de los rebeldes hasta Madrid, llevaban viejos mosquetones Mauser que disparaban sin apuntar. Hugo se había traído del barco su rifle Lee Enfield y una mochila con peines de munición. A todos les asombró su puntería. Un disparo, un hombre muerto. Les enseñó a tomar las miras, a apuntar, a respirar despacio, a apretar el gatillo lentamente, a matar hombres. –¿Cómo es el mar?–. Hugo no sabe que aquel hombre dos años después, mirará largos días el mar encerrado entre las alambradas de un campo de concentración en el sur de Francia y recordará tus palabras y las recordará después en la barcaza que le acerca a las playas de Normandía y la nombrará de nuevo sesenta años más tarde a un niño que le pregunta con las mismas palabras la misma cosa indefinible –¿abuelo, cómo es el mar? Y el viejo le hablará de las mareas, del color de las llampugas pescadas a curricán, del los mil azules y mil verdes de los que se tiñe el agua en cada lugar del mundo–. Hugo nunca sabrá que los seis hombres que le acompañan ahora tras el parapeto volverán a reunirse muchos años después en el mismo pueblo del que huyeron, ya viejos, tomados por forasteros o por turistas jubilados porque en su voz suenan acentos extraños, porque tienen pasaporte argentino, inglés, francés, brasileño. Entrarán en el bar nuevo de la plaza y brindarán con cerveza fría por ti, gritando tu nombre muchas veces ante la mirada indiferente de los otros parroquianos.

Hugo entró en del depósito donde yacía el cadáver de su amigo Gracián. –Vámonos de aquí, ese ya no es él–. Le dijo a Ariadna. Salieron juntos a la calle, el aire era muy frío pero no lo sintieron. Ella se dejó llevar. Vagaron despacio por las calles de Madrid hasta la Taberna del Rojo. Hugo Corto pidió una botella de Jerez, dos pequeños vasos, un plato de aceitunas machadas y mojama.  –Cuando le dije a tu hermano Vadclav que venía a España te hizo jurar que te protegería pero ahora sé que no lo necesitas. Ella le tomó la mano herida por una esquirla de metralla. Conocí a tu hermano en la Isla de Fanata, yo pilotaba un pequeño vapor en esos archipiélagos del Pacífico y me contrataron para recoger a un chiflado sabio que andaba aprendiendo las lenguas de los salvajes. Me sorprendió que fuera un jovenzuelo cuyo único equipaje era un baúl lleno de cuadernos escritos. Estábamos en cubierta mirando cómo se alejaba la isla y él me contaba que allí vivía un pueblo maravilloso que tenía la lengua más rica y diversa del mundo. En ese momento vimos cómo un maremoto se tragaba la isla entera para siempre y desaparecía todo. Ahora siento lo mismo. Vendrá un maremoto y arrasará este país–. La esquila le había hecho una fea herida en medio de la palma. –Mira, esta cicatriz es mi línea de la fortuna, me la hice de niño con la navaja de mi padre cuando la gitana Amalia me quiso leer la mano y dio un grito al descubrir que no tenía. Pero el trozo de granada  ha cortado mi cicatriz–. Ariadna mira a los ojos negros de ese miliciano de acento indefinible que le sirve el vino y le relata con otras palabras aquel hecho terrible que años atrás le contó Vadclav entre sollozos. Su cuerpo delgado y largo, sus manos huesudas, el aro de su oreja, la gorra de marinero que a veces se pone cuando hecha de menos el mar, hacen de Hugo un tipo extraño.


Muchos años después recordará Ariadna al marinero, la taberna de Rojo que ya no existe, el sabor del vino frío, el olor a salazón, su voz contando historias fabulosas, aliviando su corazón del dolor insufrible. Muchas noches durante muchos meses pasearán juntos por Madrid y él le hablará de sus recuerdos, de las callejuelas de Córdoba en las que anduvo de niño,  de las llanuras de China y de la Patagonia, de sol demoniaco de Etiopía o de la dulce brisa en una playa de La Antigua, de Samarkanda, Venecia, Estambul, Dublin, Hong-Kong, nombrará para ella su vida entera, sus amigos Teihard de Chardin, Pandora, el bueno de Jack London, el inquieto Butch Casidy, su amigo Raspa, Soledad Lokaarth, el silencioso Herman Hesse o el mismísimo Stalin a quién conoció cuando no era nadie en 1907. Hugo Corto sueña muchas noches con  la isla del pacífico arrasada por el tsunami.  –Si hubiéramos permanecido media hora más junto al arrecife el vapor habría desaparecido también­–. Sin embargo está aquí, ahora, hablando de su vida como si ya no fuera suya, como si estuviera contando la historia de otro a una chiquilla desconocida, también extranjera como él. Hugo siente que de alguna forma esa esquirla de granada que le han sacado esta mañana de la mano ha cambiado la línea de su fortuna. Esta guerra es diferente a todas las guerras en las que ha participado. Llegó a España desde Odessa con un cargamento de contrabando de armas para un grupo anarquista y se quedó en Valencia, se unió a los Cenetistas y llegó a Madrid en los primeros días de la batalla. Conoció a Gracián por azar unos pocos días antes de su muerte, cuando las Vickers se encasquillaban y sólo él, el marinero misterioso, el traficante de armas, sabía ajustar el cerrojo. Compartieron el frío y el coñac por las noches, el miedo y los recuerdos de Praga y él le mostró a la luz del amanecer, antes de la siguiente ofensiva, la fotografía de esa chiquilla que ahora, muchos años después os recuerda a todos y le cuenta esta historia a su nieta antes de dormir, igual que si le estuviera leyendo un cuento de aventuras. Hugo Corto sabe que se acaba su tiempo, tal vez su vida. la guerra de España es el comienzo de un mundo nuevo de atrocidades meticulosas, de nuevas formas de muerte en las que la mano asesina ya no empuña un fusil si no una idea, de maremotos de odio que arrasarán una por una todas las islas, todas las ciudades, todos los cuerpos del mundo donde se esconde aún el paraíso.  Hugo y Ariadna durmieron juntos muchas noches, protegiéndose del dolor, haciendo con el calor de sus cuerpos un pedazo de mundo habitable, con el aliento de sus palabras un camino posible al futuro.

Después de la guerra sé que Iker Elorza siempre buscó el nombre de Hugo Corto en los libros, en las listas y documentos que atesoraban las asociaciones de brigadistas y los historiadores amigos. No encontró nada, ni una mención, ni entre los vivos ni entre los muertos. Ninguno de los chavales que salieron corriendo a su orden dijo nada, ni una despedida, ni una palabra, no había nada que decir, pero en los ojos de aquellos soldados de menos de veinte años, de esos chiquillos que se escabullían entre las peñas quedó grabada a fuego y para siempre la sonrisa de Corto, sus ojos pequeños, su gorrilla calada, su pendiente de pirata, sabían que gracias a él nadie cayo muerto o herido en aquel pasillo pelado de más de cincuenta metros que pasaron corriendo uno tras otro. Oían los tiros regulares de Hugo y sabían que cada estampido era un enemigo muerto y uno de ellos vivo. Todos contarían años después a sus hijos y a sus nietos la gesta de aquel hombre extraño, un marinero de Malta que les salvó el pellejo, la vida, el futuro.

Hace pocos años, cuando Iker ya había desaparecido, pude saber por fin qué había sido de Hugo. Yo siempre había creído ciertas historias escuchadas en una tabernucha de Londres en la que solían reunirse antiguos brigadistas ingleses. En una me contaron que un tal Corto vivía muy bien en un palacete de la Habana vieja alquilando su barco y sus servicios a turistas americanos para pescar marlines y organizar parrandas con putas adolescentes; en otra un brigadista que ahora trabajaba de cocinero en un carguero llamado Winip que hacía la ruta a Calcuta se jactaba de haber compartido dos botellas de ginebra y una tortilla de patatas con un español que regentaba un restaurante en Fort Daupphin y que había peleado como él en Brunete, en Guadalajara y en el Ebro. Llevaba siempre una gorra de marinero y un aro de oro en la oreja izquierda. Pero Iker siempre dudó de aquellas fábulas. El Corto que conocimos en Madrid no tenía tragaderas para acabar de chulo trabajando para yanquis borrachos de rosáceas carnes achicharradas por el trópico, ni de empresario de la restauración de la tortilla de patatas.


Un día recibí la visita de uno de los nietos de esos hombres que pudieron escapar de aquella vaguada tras la Cota 632. Pertenecía a una sociación para la “Recuperación de la Memoria Histórica” y estaba entrevistando a los soldados supervivientes de aquella última masacre de la sexta contraofensiva o en su defecto a familiares de aquellos soldados. Al terminar la entrevista me acordé de Corto y le pregunté al joven historiador, si sabía algo de un tal Hugo Corto. El chaval me miró asombrado, como si la pregunta la hubiera hecho un espectro, un fantasma que le producía a la vez temor y respeto. El joven apagó la grabadora y me miró a los ojos como solo se mira a aquellos con los que se va a compartir un secreto asombroso. —No hay ninguna referencia sobre ese miliciano. Ha pasado por la historia como una sombra, no he leído ni escuchado a nadie que le hubiera conocido salvo tres personas y ahora Usted. Yo pensaba que era un mito aunque mi abuelo y otros dos compañeros suyos que también estuvieron con él en la sierra de Cabals resistiendo en la última y decisiva ofensiva fascista me contaron la misma historia heroica de un extraño brigadista que les cubrió las espaldas y gracia a él pidieron salir con vida de aquella carnicería. Pero hace un año murió mi abuelo. La Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica comenzaba a sonar con fuerza en los medios de comunicación, se comenzaban a abrir las fosas infames de los paseados de la guerra civil, a enterrarlos con nombre y a honrar la memoria de aquellos españoles con orgullo y sin miedo, por fin. Así que mi abuelo, ya sin el terror que le había atenazado toda su vida, antes de morir, me pidió que buscara el cuerpo de aquel olvidado y me dio indicaciones bastante precisas del lugar en el que debían hallarse los restos. —Cuando lo encuentres entiérralo allí mismo, es lo justo porque allí decidió morir, pero quiero que le lleves esto. No lo abras, es una cuenta pendiente entre nosotros, los quince soldaditos de la quinta del biberón que le debemos la vida—. Mi abuelo me entregó un paquete bien embalado que debía contener algo bastante sólido de uno o dos kilos de peso. Conozco la zona bastante bien y esta primavera con la ayuda de un mapa en el que tenemos apuntados con precisión las cotas y los frentes busqué el lugar. Encontré con relativa facilidad la trinchera desde la que batían los rebeldes el paso y pude deducir cuál debía haber sido el sendero pelado por el que tuvieron que correr lo soldados, pero tardé varias horas en encontrar el pequeño parapeto de piedra que ocupaban ellos porque un espino bastante frondoso ocultaba ahora la zona. Faltaba apenas una hora para anochecer y comenzaba a levantarse un viento fresco desde el Ebro. Aparté con un palo las ramas del espino y descubrí entonces los restos de aquel hombre, me parecía increíble que aún conservase la posición de tumbado con las piernas abiertas, un herrumbroso rifle inglés entre las manos apuntando todavía en dirección a la fortificación enemiga y una gorra de lona oscura sobre la calavera. Deduje que por allí no logró pasar ni un enemigo. Seguramente le habrían matado a tiros desde las cotas más altas que había a su derecha, pero nadie tocó el cuerpo, ni lo encontraron después. Era verdad la fábula heroica del brigadista. Allí estaba igual que el día que lo dejó mi abuelo, me parecía increíble. Excavé con la pala desmontable un agujero al pie del espino y metí con respeto sus huesos, su gorrita de marinero y el paquete que me había entregado mi abuelo, recogí el rifle y apunté con cuidado en el mapa el lugar del enterramiento. Un experto en armas de nuestra asociación restauró en Lee-Enfield y ahora está en un museo en Gandesa. —¿Y abriste el paquete?— le pregunté yo.  —Sí, lo abrí allí mismo antes de enterrar a Hugo Corto—. —Demonios, ¿y que contenía?—. —Cómics. —¿Cómics, que es eso de Cómics?— le grité. —Tebeos, una colección de tebeos muy leída entre la gente de nuestra generación que cuenta las aventuras de un personaje llamado Corto Maltés cuyo autor, Hugo Pratt, le hace morir en la Guerra Civil española y junto a los libros una hoja de papel firmada por los quince hombres que pudieron seguir viviendo, tener hijos, esperanza y morir en paz sin olvidar jamás a aquel extraño jovenzuelo que les sonreía y disparaba mientras ellos se alejaban corriendo de la muerte.


Nota:La fotografía de la trinchera es la reconstrucción del cuerpo de un soldado encontrado en Fatarella en 2012. Se le ha denominado "Xarli". —tras denominarlo inicialmente Charlie por creer que podía ser un brigadista anglosajón— Murió en combate en noviembre de 1938 en los últimos compases de la Batalla del Ebro protegiendo heroicamente la retirada de sus camaradas. Aguantó firme, pegó un montón de tiros y, según revelan las investigaciones, murió por una granada que al explotar le arrancó la mano derecha, le destrozó la pierna y le llenó de metralla el pecho. Excavación arqueológica de los reductos defensivos realizada por el equipo bajo dirección de los arqueólogos Alfredo González Ruibal, del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC), y María del Carmen Rojo, del grupo de didáctica del patrimonio (Didpatri) de la Universidad de Barcelona (UB).



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