Muchos pescadores se van lejos buscando el perfume primigenio,
ese paisaje mágico que tiene lo no tocado. Pero aquí también existen lugares que sobrecogen a cualquier pescador que los descubre. Pequeños ríos
casi olvidados por tener sus orillas pedregosas y poco roturables o por una
escasez de agua que los hacen despreciables para alzar presas y romper su fluir
o por estar lejos de cualquier pueblo que ensucie el cauce con sus desechos y
su olvido. Pequeñas gargantas que se empeñan en seguir vivas a pesar del cambio
climático y la voluntad del hombre de destruir todo lo que pueda convertirse en beneficio dinerario.
Pueden elegir hoy entre el río G. o el río D. para pescar. El G.
tiene muchos más barbos, el paisaje es abierto y más rocoso, algo más seco
aunque la primavera ha disfrazado todo el campo de su color favorito. El D.
tiene menos barbos, el paisaje es más prístino y boscoso, sus orillas se funden
con el monte bajo y las encinas de todos los tamaños. Eligen el
segundo sólo por su belleza, porque el paisaje es casi tan importante que los
peces o tal vez más, como si el escenario de sus lances, el "natural decorado",
diera más valor y placer a la pesca.
Los dos ríos son bonitos pero el segundo aún guarda su apariencia
primigenia, apenas es una pequeña garganta y pescar allí barbos es como pescar truchas en los valles de arriba.
En cambio el río G. es una sucesión de tablas más o menos profundas que desemboca en una
cola de embalse estrecha y larga en la que siempre hay barbos enormes acechando a los
saltamontes verdes de las junqueras, a los cangrejos invasores y a los alevines poco avisados, pero
no tiene la frágil belleza de D., su "soledad sonora", esa sucesión de tablas
someras y corrientes estrechas que ha rajado la montaña a lo largo de los
siglos. Además allí es fácil encontrarse con las nutrias y los corzos, las
perdices enceladas, las garzas reales o las cigüeñas negras. Una compañía que
el pescador aprecia mucho.
La estética, la belleza, lo hermoso. Una construcción cultural que
el hombre ha ido creando desde mucho antes de Altamira. Una forma de mirar y de
hacer que el pescador estima en cada objeto y también en los sitios dónde
pesca, los lugares que mira, anda y recuerda. De nada sirve un gran pez pescado
en un embalse de aguas verdosas, le parece triste una trucha clavada en la
salida de un colector o en un río cuyas orillas se han cerrado con cemento y
choperas. Su hijo el pescador se burla y le dice que siempre anda buscando lo
“sublime sin interrupción” que decía el abuelo Baudelaire o los “paraísos perdidos” del tío Milton. Pero los neurólogos están descubriendo que el cerebro humano está programado
para buscar “la belleza”, replicas. Así que sólo sigues a tu instinto. Será
eso.
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