“La Forja de un Rebelde” de Arturo Barea.
Gracias a él conocí el “otro” Río Manzanares. No recuerdo un libro que me produjera tanta emoción. Debía de tener quince años. Arturo era extremeño-madrileño. Es in escritor imprescindible para entender como era la España de antes de la guerra civil. Luego "tomó partido hasta mancharse" y gracias a Ilsa, el amor de su vida, se hizo escritor.
“Los doscientos pantalones se llenan de
viento y se inflan. Me parecen hombres gordos sin cabeza, que se balancean
colgados de las cuerdas del tendedero. Los chicos corremos entre las hileras de
pantalones blancos y repartimos azotazos sobre los traseros hinchados. La
señora Encarna corre detrás de nosotros con la pala de madera con que golpea la
ropa sucia para que escurra la pringue. Nos refugiamos en el laberinto de
calles que forman las cuatrocientas sábanas húmedas. A veces consigue alcanzar
a alguno; los demás comenzamos a tirar pellas de barro a los pantalones. Les
quedan manchas, como si se hubieran ensuciado en ellos, y pensamos en los
azotes que le van a dar por cochino al dueño. Por la tarde, cuando los
pantalones están secos, ayudamos a contarlos en montones de diez hasta
completar los doscientos. Los chicos de las lavanderas nos reunimos con la
señora Encarna en el piso más alto de la casa del lavadero. Es una nave que
tiene encima el tejado doblado en dos. La señora Encarna cabe en medio de pie y
casi da con el moño en la viga central. Nosotros nos quedamos a los lados y
damos con la cabeza en el techo. Al lado de la señora Encarna está el montón de
pantalones, de sábanas, de calzoncillos y de camisas. Al final están las fundas
de las almohadas. Cada prenda tiene un número, y la señora Encarna los va
cantando y tirándolas al chico que tiene aquella docena a su cargo. Cada uno de
nosotros tenemos a nuestro lado dos o tres montones,donde están los «veintes»,
los «treintas» o los «sesentas». Cada prenda la dejamos caer en su montón
correspondiente. Después, en cada funda de almohada, como si fuera un saco,
metemos un pantalón, dos sábanas, un par de calzoncillos y una camisa, que
tienen todos el mismo número.
Los jueves baja el carro grande, con
cuatro caballos, que carga los doscientos talegos de ropa limpia y deja otros
doscientos de ropa sucia. Son los equipos de los soldados de la Escolta Real,
los únicos soldados que tienen sábanas
para dormir. Todas las mañanas pasan por el Puente del Rey los soldados de la
escolta, a caballo, rodeando un coche abierto, donde va el príncipe y a veces
la reina. Primero sale del túnel un caballerizo que avisa a los guardias del
puente y éstos echan a la gente. Después pasa el coche con la escolta, cuando
el puente ya está vacío. Como somos chicos y no podemos ser anarquistas, los
guardias nos dejan en el puente cuando pasan. No nos asustan los soldados de la
escolta a caballo, porque estamos hartos de ver sus pantalones. El príncipe es
un niño rubio con ojos azules, que nos mira y se ríe, poniendo cara de bobo.
Dicen que es mudo y que se pasea en la Casa de Campo entre un cura y un general
con bigotes blancos, que le acompañan todos los días. Estaría mejor aquí, en el
río, jugando con nosotros. Además, le veríamos en pelota cuando nos bañamos, y
sabríamos cómo es un príncipe por dentro. Pero parece que no le dejan. Una vez
se lo dijimos al tío Granizo, el dueño del lavadero, porque él tiene confianza
con el guarda mayor de la Casa de Campo que a veces habla con el príncipe.
Me estoy aburriendo porque no baja
ninguna pelota y nos hace falta una para jugar esta tarde. Es muy sencillo
pescar una pelota. Delante de la casa del tío Granizo hay un puentecillo de
madera, hecho con dos rieles del tren atravesados y cubiertos de tablones, con
su barandilla y todo, pintado de verde. Allí pasa un río negro que sale de un
túnel debajo del Puente del Rey; este túnel y este río son la alcantarilla de
Madrid. Todas las pelotas que pierden los chicos en las calles de Madrid,
porque se les cuelan por las bocas de las alcantarillas, bajan flotando, y
nosotros, desde lo alto del puente, las pescamos con una manga hecha de un palo
largo y la alambrera vieja de un brasero. Una vez cogí una de goma pintada de
colorado. Al otro día, en el colegio, me la quitó Cerdeño y, como es mayor que
yo, me tuve que callar. Ahora que le costó caro: le metí una pedrada desde lo
alto de la corrala; ha llevado una venda tres días y le han tenido que coser
los sesos con hilo. Claro que no sabe quién ha sido; pero, por si se entera,
llevo siempre una piedra de puntas en el bolsillo, y como me quiera pegar, le
van a coser otra vez. Antonio, el cojito, se cayó una vez desde el puentecillo
y por poco se ahoga. Le sacó el señor Manuel, el mozo del lavadero, y le apretó
la tripa con las dos manos. Comenzó a echar agua sucia por la boca; luego le
dieron té y aguardiente. El señor Manuel, como es un borrachín, se bebió un
trago grande de la misma botella, porque se había mojado los pantalones y decía
que tenía frío. Nada, que no baja ninguna pelota; me voy a comer, que me está
llamando mi madre. Hoy comeremos al sol sobre la hierba. Esto me gusta más que
los días que no hay sol y hace frío; entonces comemos dentro de la casa del tío
Granizo. Es una taberna con un mostrador de estaño y unas mesas redondas que
todas están cojas: se cae la sopa y además el brasero da un tufo inaguantable.
No es un brasero, es un anafre muy grande,con una lumbre en medio y con los
pucheros de todas las lavanderas alrededor. El puchero de mi madre es pequeño,
porque no somos más que dos, pero el puchero de la señora Encarna parece una
tinaja. Son nueve y tienen por plato una palangana pequeña. Se sientan todos
alrededor y van metiendo la cuchara por turnos. Cuando llueve y comen dentro,
se sientan en dos mesas y reparten la comida entre la palangana y una cazuela
de barro muy grande que el tío Granizo tiene para guisar caracoles los
domingos. Porque los domingos no hay lavadero y el tío Granizo guisa caracoles;
por la tarde bajan hombres y mujeres a bailar aquí y meriendan caracoles y
vino. Un domingo nos convidó a mi madre y a mí, y yo me hinché de comer.
Mi madre tiene las manos muy pequeñitas;
y como toda la mañana desde que salió el sol ha estado lavando, los dedos se le
han quedado arrugaditos como la piel de las viejas, con las uñas muy
brillantes. Algunas veces las yemas se le llenan de las picaduras de la lejía
que quema. En el invierno se le cortan las manos, porque cuando las tiene
mojadas y las seca al aire, se hiela el agua y se llenan de cristalitos. Le
salta la sangre como si la hubiera arañado el gato. Entonces se da glicerina en
ellas y se curan enseguida. Cuando acabemos de comer vamos a hacer la carrera
de autos París-Madrid con las carretillas de llevar la ropa. Le hemos quitado
cuatro al señor Manuel, sin que se entere, y las tenemos escondidas en la
Pradera. No quiere que juguemos con ellas, porque pesan mucho y dice que nos vamos a romper una pierna;
pero es muy divertido. Tienen una rueda de hierro delante que chirría al rodar;
uno de nosotros se monta encima y otro empuja a todo correr, hasta que se
cansa; entonces vuelca de repente la carretilla y el que va encima se cae. Una
vez hicimos así el choque de trenes y el cojito se machacó un dedo. El pobre es
un desgraciado: su padre le dio un palo y le dejó cojo; como he dicho,se cayó
de la alcantarilla; como es cojo y no desgasta más que una bota, su madre le
hace ponerse las dos botas del mismo par, una cada día, para que las desgaste
por igual. Cuando le toca la del pie izquierdo, que es el que le falta, se
queda cojo de los dos pies y tiene mucha gracia verle correr colgado de las
muletas.
En el barrio tenemos los chicos un auto.
Es un cajón con cuatro ruedas y las dos de delante tienen un guía con una
cuerda. En él bajamos corriendo la cuesta de la calle de Lepanto, que es muy
larga. Cuando llegamos abajo,con la velocidad seguimos corriendo por el asfalto
de la plaza de Oriente. El único peligro es que abajo, en la esquina, hay un
farol; Manolo, el chico del tabernero, se pegó un día contra este farol y se
rompió un brazo. Pegaba muchos gritos, pero no debió de ser una cosa muy grave,
porque le pusieron el brazo en escayola y sigue montando en el auto. Sólo que
ahora tiene miedo: cuando llega al final de la cuesta, frena con el pie contra
la acera. La pradera donde hacemos la carrera de autos se llama el Paseo de la
Virgen del Puerto. Es una pradera toda llena de hierba, con muchos álamos y
castaños de Indias. A los álamos les arrancamos la corteza y debajo les queda
una mancha verde clara que parece que suda; los castaños dan unas bolas llenas
de pinchos que tienen dentro las castañas,pero no se pueden comer, porque
duelen las tripas. Nosotros, cuando cogemos algunas,las escondemos en el
bolsillo, y cuando vemos que otro está agachado se la tiramos al trasero. Los
pinchos se le clavan y le hacen saltar. Una vez partimos una por la mitad y
metimos la cáscara, partida en dos, debajo del rabo de un burro que estaba
comiendo hierba en la pradera. El burro corría por todas partes soltando coces
y no se dejaba coger ni por el amo. No sé por qué llaman a esto la Virgen del
Puerto. Claro que hay una virgen en una ermita pequeñita. Vive allí un cura muy
gordo que algunas veces viene a pasear por la alameda y se sienta debajo de un
árbol. Vive con una muchacha muy guapa que las lavanderas dicen riendo que es
su hija, pero que él dice es su sobrina. Un día le he preguntado al cura por
qué se llama la Virgen del Puerto y me ha dicho que por ser la virgen de los
pescadores, y cuando éstos naufragan, rezan y se salvan; o si se ahogan, van al
cielo. No sé por qué la tienen en Madrid y no la llevan a San Sebastián, donde
hay mar y pescadores. Yo los he visto hace dos años cuando me llevó el tío en
el verano. Aquí en el Manzanares no hay lanchas, ni pescadores, ni se puede
ahogar nadie, porque el agua llega a mi cintura en lo más hondo. Parece que la
virgen la tienen aquí para todos los gallegos que hay en Madrid.
En agosto, los gallegos y los asturianos
vienen a la Pradera y cantan y bailan al son de las gaitas; meriendan y se
emborrachan. Sacan la virgen en procesión por la Pradera y van detrás tocando
sus gaitas. Los chicos del hospicio bajan también y tocan la música en la
procesión. Estos son unos chicos sin padre ni madre; los tienen allí asilados y
les enseñan a tocar música. Cuando no tocan bien la trompeta, el que les enseña
les da un puñetazo en ella y les rompe todos los dientes. He visto a uno que no
los tenía, pero que tocaba muy bien el cornetín; sabía hasta tocar las coplas
de la jota solo. Se callaban todos los demás y entonces él, con la trompeta,
cantaba la jota y la gente aplaudía. Saludaba y luego las mujeres y algunos
hombres le daban perras a escondidas, para que el director de la banda no lo
viera y se las quitara. Cuando tocan así en las procesiones, les pagan. Los
cuartos se los guarda el profesor, y a ellos no les dan más que las sopas de
ajo del hospicio. Además tienen piojos, y los ojos con una enfermedad que se
llama tracoma, que es como si se los hubieran untado con grasa de salchicha;
algunos tienen calvas de tiña en la cabeza. A muchos de ellos les echó su madre
a la Inclusa cuando eran de pecho. Ésta es una las cosas por que yo quiero
mucho a mi madre.
Cuando murió mi padre, éramos cuatro
hermanos y yo tenía dos meses. Le aconsejaban a mi madre -según me ha contado-
que nos echara a la Inclusa, porque con los cuatro no iba a poder vivir. Mi
madre se marchó al río a lavar ropa. Los tíos nos recogieron a mí y a ella; los
días que no lava en el río hace de criada en casa de los tíos y guisa, friega y
lava para ellos; por la noche se va a la buhardilla donde vive con mi hermana
Concha. A mi hermano José -el mayor- le daban de comer en la Escuela Pía.
Cuando tuvo once años se lo llevó a trabajar a Córdoba el hermano mayor de mi
madre, que tiene allí una tienda. A mi hermana le dan de comer en el colegio de
monjas, y mi otro hermano, Rafael, está interno en el Colegio de San Ildefonso,
que es para los chicos huérfanos que han nacido en Madrid. Yo voy a la
buhardilla dos días por semana, porque mi tío dice que tengo que ser como mis
hermanos y no creerme el señorito de la casa. No me importa; me divierto más
que en casa de mis tíos, porque aunque mi tío es muy bueno, mi tía es una vieja
beata muy gruñona que no me deja en paz.
Por las tardes me hace ir al rosario con
ella a la iglesia de Santiago y esto es ya demasiado rezo. Yo creo en Dios y en
la Virgen, pero me paso el día rezando: a las siete de la mañana, todos los
días, la misa en el colegio. Antes de la clase, a rezar; después, la clase de
religión y moral; antes de salir de clase, a rezar otra vez. Por la tarde, al
volver a clase, y al salir, vuelta a rezar y después, cuando estoy tan contento
jugando en la calle, me llama la tía y me hace ir al rosario; también me hace
rezar por la noche y por la mañana, al acostarme y al levantarme. Cuando voy a
la buhardilla, ni voy al rosario ni rezo por la mañana ni por la noche. Ahora
en el verano, como no hay colegio, estoy en la buhardilla los lunes y los
martes, que son los días que mi madre baja al río, y me voy con ella para pasar
el día en el campo. Cuando mi madre acabe de recoger la ropa, nos iremos a casa
por la Cuesta de la Vega. Me gusta el camino, pues pasamos bajo el Viaducto, un
puente de hierro muy grande que cruza por encima de la calle de Segovia. Desde
allá arriba se tira la gente para matarse. Yo sé dónde hay una losa en la acera
de la calle de Segovia que está partida en cuatro pedazos, porque se tiró uno y
pegó con la cabeza. La cabeza se hizo una torta y la piedra se rompió. Han
grabado una cruz pequeñita para que se sepa. Cuando paso por debajo del
Viaducto, miro a lo alto por si se tira alguno, porque no tendría gracia que
nos aplastara a mi madre y a mí. Todavía si cayera encima del talego que lleva
el señor Manuel, no se haría mucho daño, porque es un talego muy grande, más
grande que un hombre. Como yo hago la cuenta de la ropa con mi madre, sé lo que
cabe: veinte sábanas, seis manteles, quince camisas, doce camisones, diez pares
de calzoncillos, en fin, una enormidad de cosas".