Hacía diez años que no bajabas con los hijos y te ha alegrado que
recordasen con nitidez este abrigo secreto, la larga bajada adivinando apenas
los pasos que facilitan dos sutiles quebradas abiertas entre las piedras
escondidas tras las retamas en flor, recobrar el perfume del campo y el
instinto despertando de nuevo y haciendo que sonrías, la sed borrada con el agua fría de la
cantimplora, los momentos preciosos mirando como brilla dentro de ti que
estamos de nuevo juntos allí. Todo es tan frágil que temes mover un músculo y
deshacer la magia.
Lo ves salir de la cueva de cuando en cuando. Enorme, oscuro,
seguro de su poder. El resto de barbos te parecen pequeños aunque tengan todos
un buen peso. El pez da un vuelta sin parar por la poza y se vuelve a meter en
la penumbra del agujero. Aguas abajo la corriente pasa por un embudo de roca
pulida y aristas afiladas. Aguas arriba el
río forma rápidos de poca profundidad donde los peces saltan y juegan a
sentirse salmones. Varias veces se paró el pez un segundo ante la ninfita de
cabeza naranja y oreja de liebre, pero no mordió el engaño. Cambias la ninfa
por otra negra con brillos verdes. Desenvuelves el bocadillo de jamón con
tomate y comes con hambre, hipnotizado por las carreras de los peces, los
destellos del sol, el suave frescor del día. Saboreas también el mismo
aplazamiento, no pescar aún, estar sentado compartiendo con ellos esa sombra,
masticando, bebiendo, observando, sin pensar en nada que no estés contemplando,
ni siquiera en el gran barbo que sigue saliendo de la cueva a su ritmo y se
burla de todos tus señuelos.
I. y G. ya tan mayores, sabiendo y adivinando también lo que tu sabes
y temes. El enorme barbo morderá la ninfa y correrá a esconderse a su cueva o
emprenderá la huida corriente abajo y las aristas afiladas harán el resto. Tensarás
unos segundos la caña, por unos instantes sentirás su fuerza en el sedal y
después nada. Temes y sabes que llegará ese momento, igual que tienes la
certeza de que este día es irrepetible y que te acordarás de él durante muchos
años. En la pequeña cueva en la que descansáis hay pinturas antiguas, siluetas
de manos, líneas abstractas cuyo sentido hace muchos siglos que borró el
viento. Te
sientes feliz tocando con la imaginación los siglos, inventando para ellos cómo era el
mundo antiguo cuando por ese riachuelo remontaban grandes anguilas y truchas, mucho antes
de que hombres como vosotros hubieran descubierto que con las palabras
podían recuperarse fragmentos preciosos de una vida. Nada te pesa aquí. No tienes
edad. Años atrás dibujaste en el fondo con un trozo viejo de
carbón manchado con la grasa del jamón la silueta infantil de un pez. Pero ya
apenas se puede adivinar tu dibujo. Hoy sólo ambicionas eso, que pasen otros diez años y
puedan ellos volver a descansar en el pequeño abrigo, da igual si es contigo o
sin ti. Sólo es importante que sigan subiendo los barbos jugando a ser
salmones, en un río igual de limpio e igual de solitario.
Bonito relato Ramón.
ResponderEliminarBonitas fotos.
Está todo igual excepto el chaval, ¿No?
Si. Asombrosamente no cambia nada en este pequeño río. Sólo nosotros.
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