No queda nada. Un gran zarzal tapa los cimientos. A la derecha
estaba el puente moderno que se llevó una año la crecida, también está oculta su barandilla por la maleza. A la Izquierda una gran encina que ya
ha resistido dos incendios. La “cantina del cojo”. Una pequeña y pobre
edificación cuadrada de adobe que no tenía ni luz ni agua. Las cervezas y
refrescos se enfriaban con enormes barras de hielo que se compraban cada día en
la fábrica del pueblo. De pincho, para acompañar una cerveza, tantas veces “del
tiempo”, peces fritos, tasajo, taranga, cortezas en adobo, aceitunas amargas. Eran tiempos de
penuria y de magia. Subían enormes anguilas que venían del mar de los Sargazos.
Paco las pescaba con pez seco y paciencia. La gente gustaba de las ranas con
tomate y los lagartos fritos. Había galápagos gigantes, nutrias parlanchinas,
una lobera a menos de un kilómetro, miles de luciérnagas en los perdidos, ranas de San Antonio
de un verde que no ha visto jamás en ningún cuadro. No se llamaba Comala ni
Macondo pero aquel territorio estaba en su misma provincia de memoria. Sobra
decir que el agua era abundante y cristalina hasta en agosto. Hoy apenas corre
y esta sucia. Pero aún puede volver allí y eso hace ahora aquí sentado, pegado
a la pantalla, sentado, civilizado, con hambre de su ración de “tiempo y paraíso”:
Dejó atrás la primitiva
cantina hecha de adobes y se asomó a la parte umbría del pilar del puente. El
agua fabricaba un suave remolino y paraba parte de la dura corriente. Allí
aguardaban los peces más grandes y fuertes a que llegase la comida por la
invisible cinta transportadora del agua, al estar obligada a pasar por los
embudos de los dos arcos. Levantó uno de los rollos de la corriente y recolectó
un buen puñado de gusarapas que luego conservaba en uno de los bolsillos
delanteros de la camisa previamente empapada. La caña de bambú de cuatro metros
era muy ligera y flexible tras pasar cinco años secándose en el desván de la
casa grande. El cañaveral que crecía junto al pozo y los mandarinos era uno de
los orgullos de su abuelo. El sedal atado a la empuñadura pasaba luego por la
única anilla de la punta. El aparejo era mínimo, apenas dos pequeños plomos y
dos anzuelos de dieciocho que había aprendido a empatar con habilidad y rapidez
tras unas cuantas tardes de dócil entrenamiento ante los ojos del viejo. Le
gustaba escaquearse de esas horas de siesta, libre ya de los tedios y rutinas
de la escuela. Le gustaba también madrugar, desayunar un gran plato de buñuelos
recién hechos por su abuela y bajar hasta el puente para pasar la mañana
pescando hasta la hora de comer. Pronto cumpliría doce años. Sostenía la caña
bajo la axila con la mano derecha mientras los dedos de la izquierda sentían la
leve tensión del sedal, el picapica del pez, el breve tirón final antes de ver
salir del agua oscura a dos pececillos llenos de plata, oro y vida. La sombra
de la maraña de sauces le ayudaba a ocultar su silueta. Sus ojos acechaban el
punto misterioso en el que bajaba el sedal. Recordaba aún, como un hecho lejano
y ya remoto, la primera vez que bajó hasta ese lugar de la orilla con su
abuelo, con ocho o nueve años. No olvida las primeras instrucciones, las
primeras larvas acuáticas rebullendo en su mano, y sobre todo la fascinación,
el deslumbramiento de sentir por primera vez el tirón y ver luego los pececillos
salir de lo profundo y llegar hasta sus dedos mientras intenta sujetarlos y
desclavar el pequeño anzuelo de sus bocas.
Sumergió el sombrero de
paja en la corriente y luego se lo puso. Sintió de inmediato el escalofrío, el
frescor helado escurriendo por su cara y el cuello. Luego acuencó la mano para
beber un trago. Vio cómo varias larvas habían logrado llegar hasta el borde del
bolsillo y se tiraban al agua. Lanzó de nuevo por encima del remolino. Esa vez
sintió un tirón distinto, más violento, más seco. La caña se dobló y el sedal
cortó el agua corriente arriba y superó el pilar y los primeros rápidos. El
pescador nunca había sentido nada semejante. Otras veces había logrado atrapar
un barbo bueno, alguna boga grande, pero esta vez debía de ser otro pez de una
raza distinta. Recordaba los consejos del viejo: la caña siempre alta, seguir
con la punta la carrera del pez, no forzar el hilo, cansar al pez si es grande,
seguirlo... Pero el pez no se cansaba y la punta de la caña comenzó a bajar, a
dejar de apuntar al cielo, a tensar demasiado el fino sedal traslúcido. El
chico corrió con habilidad saltando de piedra en piedra corriente arriba hasta
que logró orillar una hermosa trucha oscura. La sujetaba a duras penas con las
dos manos, vencida al fin. Quiso alejar al pez del agua antes de desanzuelar,
pero, sin saber cómo, el animal se soltó, cayó en lo somero y se alejó
despacio, perezosa, sin que el chapoteo del pescador y sus dedos atenazando el
agua o el vacío lograsen sujetar aquel cuerpo grande y resbaladizo que
desapareció en un segundo río abajo, de nuevo hacia el remolino. Su color, su
forma, sus dientes, su silueta en el agua alejándose se le quedarán grabados al
chico como un tatuaje hecho de tinta negra en los más hondo de sus ojos. Subió
desolado la cuesta, casi llorando, con la caña en una mano y el junco lleno de
bogas ensartadas en la otra. Le parecieron entonces pececillos ridículos, botín
de niños, de pescadores torpes que iban a lo fácil. Desde entonces sería ya
otro pescador, aunque no lo sabía.
Han pasado casi cuarenta años. Nada queda de aquel puente o la
cantina del cojo. Apenas quedan bogas y grandes barbos remontando su río, casi
ninguna trucha. Recuerdas que entonces te vestías con unos vaqueros gastados,
una camiseta vieja, un sombrero de paja medio roto, zapatillas de lona y
considerabas de lo más natural que en las ilustraciones del libro de Mark
Twain, tanto Tom como Huckleberry se vistieran así, como tú en el verano, Y que
su ocio fuera ese, el de pasar todo el día en el monte y en el río. Luego
visitaste Comala, Macondo, Región y leíste también deslumbrado “Piedra de Sol”. De toda su pirotecnia embriagadora
te quedó dentro ese verso extraño que dice: “defender
nuestra ración de tiempo y paraíso”.
Han sido unos cuantos miles de años caminando, así que lo extraño
es que nos hayamos acostumbrado tan pronto a estar sentados todo el día mirando
de cerca una pantalla luminosa. Más de dos millones de años si nos remontamos
al género homo, más de doscientos mil años si sólo tenemos en cuenta a sapiens,
son muchos años caminando sin parar y mirando lejos, acechando animales, pescando peces. La locura y la tristeza,
la obesidad y el colesterol, la cobardía y la miopía son el resultado de no
hacer caso a nuestros genes y no salir todos los días al camino a mirar el
horizonte. Muchos de nuestros congéneres están encantados con esta nueva vida
de comodidad y sedentarismo, sólo hacen ejercicio o deporte por prescripción
médica o porque está de moda o para conseguir y lucir cierta esbeltez. Unos pocos, en
cambio, no soportamos estarnos quietos, nos tira el instinto al campo y sólo
allí nos sentimos en paz, reconfortados, tranquilos. Es llegar al río o al monte y sentir en el cuerpo que se está en
casa. Allí tenemos nuestra ración de "tiempo y paraíso” que es o debería
ser uno de nuestros derechos como humanos. Estaría el derecho al refugio, el alimento,
la cultura, el cuidado. Y también el derecho a la memoria y al amor. Tú añades como derecho estas
horas de río y soledad. “defender nuestra ración de tiempo y paraíso”.
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