El cielo se va
llenando de óxido fluorescente y la noche ocupa muy pronto el aire. El pescador
tiene la cabeza fuera de la pequeña tienda. Contemplar las estrellas o el fuego
son la televisión que han estado mirando los hombres durante miles de años. Sin
embargo nunca cansa. Cientos de hembras de mosquito andan por ahí buscando su
coctel para vampiras excitadas pero el repelente las mantiene a distancia.
Escucha el vibrar velocísimo de las pequeñas alas cuando pasan cerca de sus oídos, el
sonido del agua golpeando las piedras de la orilla, las agudas notas de los grillos con sus viejos Estradivarius y la música de las esferas que es ese silencio nocturno que ocupa el resto de
la imaginación de quién está sólo, en medio del campo, lejos de guaridas de
cemento y chismes con pantalla.
Hacía muchos
años que no bajaba hasta allí con la barca, la tienda, las cañas. No se tarda
mucho tiempo en salir de casa y estar en ese río embalsado. Es un placer mirar la olvidada
televisión de las estrellas y dormirse acunado por el grupo de rock and roll de
los insectos nocturnos tocando en unplugged. Despertarse luego cuando la
claridad es apenas un filo, recoger el mínimo campamento en diez minutos y
estar ya pescando, sobre la barca, cuando se levanta la lengua de frío que
limpia la penumbra. Los peces, a
esa hora, tras una noche sin luna, tienen ganas de un desayuno completo y
urgente. Lanza una ratita presumida echa de pelo de ciervo junto al tocón
sumergido de una encina y tras el pop sale de la nada la bocaza de un bass. El
chapoteo hace eco en la quebrada. Saca del pequeño macuto un jersey grueso.
Siente el cariñoso abrazo de la lana envejecida. Se aleja luego del lugar dándole al
remo. Le gusta pescar ahora bajo los peñascos verticales donde tenía su nido hace años el gran
duque. Cambia la bobina para meter una línea hundida y atar un zonker largo y
negro con cabeza pesada. Detrás de la cabeza siguen unas hilachas brillantes, cuatro centímetros de sedal trenzado y luego el anzuelo. Entre el anzuelo y la
bola plateada se estira el trozo de piel de conejo. Más que un pez, el señuelo
parece una pequeña serpiente marciana. A los lucios les gusta. Pronto saldrá el
sol por completo, quedan sólo unos instantes. Lanza. Deja que se hunda la línea. No podría
decir si han pasado un minuto o cinco. Recoge entonces despacio, a pequeños tirones.
No puede imaginar como será el fondo rocoso de esa parte del río, solo sabe que
es muy profundo. Cuando por fin sale el sol los primeros rayos le dan en la
espalda. Estaba esperando ese calor hace rato. Se estremece.
Recuerda entonces, con íntimo placer, que le queda todo el día por delante. Deja entre las piernas
la caña que acaba de lanzar y saca unas galletas muy dulces. El café del termo está frío. Recuerda mientras desayuna como una vez
tuvo que lanzarse por la borda tras la caña y el pez que se la llevaba. Agarró
por azar el talón, a ciegas, ya dos metros bajo el agua turbia. Salvó la caña, logró
el barbo y se quedó luego desnudo, escurriendo la ropa, dejando que el sol le
calentase. El mismo sol que hoy va dorando la superficie del río. Estuvo mucho
tiempo así, tiritando, hasta que el calor le templó el cuerpo. Han pasado
veinte años desde aquel chapuzón. Son nada.
Ayer por la
noche, antes de dormir, recibió algunos guasap de su hijo el pescador. Siempre
termina con un “b noches, TK”. A su
hijo le gustaban mucho estas pequeñas aventuras con la barca pero a esta no pudo venir. De pronto siente la línea tensa, dura,
como un enganchón en alguna roca o un tocón sumergido. Luego el tirón violento. La punta de la caña casi tocando el agua. En lo más profundo el tiempo y la vida revolviéndose. Aquí
arriba la certeza de tener aún todo un día por delante. No hay más lujo.
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