Mis hijos ya son mayores, uno tiene 21, otro 17. Hace tiempo que no recordaba que cuando eran pequeños y tenía que dormirles por la noche les contaba siempre un cuento y, al contrario que otros niños, siempre querían que les contase un cuento diferente, así que cada noche, como un avezado Sherezado, me inventaba un nuevo cuento. Eran escuchantes exigentes así que cada historia debía tener, además de su dosis de novedad, sus gotas de intriga, misterio, truculencia, maravilla, y aventura. No era un trabajo fácil.
Además de los cuentos estaban los juguetes. A los niños de este siglo les regalamos y regalan muchos juguetes a lo largo de toda su infancia. Sin embargo los que más les gustaban a mis hijos eran los que yo fabricaba con todo tipo de desechos, trozos de otros juguetes, masa de papel, basurillas... Cualquier chisme servía para construir un avión, un camión, un animal, un monstruo, un juego de mesa raro, una grúa funcional o una joya mágica que te hacía invisible. Luego los niños crecen, se hacen adultos, se van y ya no nos necesitan. Tampoco nuestros cuentos ni todos esos juguetes que acaban en un trastero o un contenedor.
El otro día estuve en casa de mi hijo y pude ver que tenía en su habitación una heterodoxa, diversa y creciente biblioteca en la que se mezclaban en extraña armonía Alan Moore con Piketty, Stanislaw Lem con Rendueles, Weber con Grousset… y todo así. Pero lo que me sorprendió fue que en una balda de la biblioteca, a modo de adorno, recuerdo o bibelot tenía mi vieja, querida, olvidada y sufrida caña granate Grauvell telescópica que dejé de utilizar cuando tenía unos veinte años y con la que había vivido no pocas aventuras piscatorias. También había junto a sus libros dos de esos juguetes que yo le había hecho cuando mi hijo mayor era un niño de tres o cuatro años.
El uno era una marioneta con cabeza de papel y engrudo, el cuerpo fabricado con el retazo de la manga vieja de un jersey, pintada con cualquier cosa, con ojos de papel recortado, barba y pelo hecho de un peluche roto y un cigarro en la boca. Se llamaba “Manolete Cigarrete” y el personaje me sirvió para contar todo tipo de loquísimas aventuras seguramente no muy aptas para niños y todas políticamente poco correctas. El otro juguete era un submarino, que funcionaba y navegaba sumergido lo justo para enseñar el periscopio a la hora del baño. Un submarino que fabriqué en un rato con una lata de refresco (el cuerpo central), la tapa de un desodorante (la proa), un tubo de aspirinas vacío donde iba la pila y el motor eléctrico (la popa) un cartucho vacío (la torreta de observación), una pajita de refresco (el periscopio), dos cucharillas de helado (los estabilizadores de inclinación), dos vainas de cobre vacías (los tubos lanzatorpedos) y dos plomos romboidales de pescar (el lastre) pegados al fondo que me sirvieron para buscar el peso justo para que su navegación fuera en semi-inmersión y en horizontal. Luego le dí una buena mano de pintura impermeable gris y escribimos su tipo y modelo en color rojo apagado. El submarino amenizó innumerables juegos de bañera y todo tipo de batallas junto con otros barcos hechos de forma más simple con una corteza de pino tallada o cáscaras de nuez, unos palitos y una vela de trapo. Todos esos barcos supongo que acabaron en naufragio hace ya muchos años.
No pregunté a mi hijo porqué tenía allí, en un lugar tan preeminente de su biblioteca, esas reliquias de su infancia que se habían salvado de todas las mudanzas, cambios decorativos de habitación, limpiezas, ritos de paso y olvidos naturales. Pero ahí estaban. Luego les hice una foto en un momento que él salió.
Entonces no lo sabía, pero ahora pienso, tras recuperar a Manolete Cigarrete y el submarino 33-AX, que lo mejor que he dado a mis hijos fueron todos esos cuentos loquísimos y esos juguetes hechos con desechos. En ellos tampoco había nada especial ni extraordinario, ninguna gran sabiduría, ninguna gran lección, ningún tesoro. Sólo mi tiempo.
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