Las infinitas o complicadísimas interrelaciones entre todos los millones de tipos de seres vivos, más la tierra inerte, los océanos y el clima hacen que podamos pensar que la Tierra puede ser en verdad Gaia. James Lovelock hace 50 años, en 1965, propuso que la Tierra es un sistema vivo autorregulado. El nombre de Gaia se lo sugirió su amigo el escritor William Golding. Gaia es una metáfora interesante.
Le digo a mi hijo el pescador que Alan Moore tiene un viejo y breve cuento titulado “Vidas breves”. Resumo: una civilización de
insectos ha llegado a un nuevo e ignoto planeta dispuesta a hacer lo que han
hecho siempre: invadir, colonizar y poseer. Pero en el planeta hay dos
gigantescas estatuas azules que parecen de piedra, inmóviles, sedentes. La
civilización insectoril tarda varias generaciones en comprender, en darse cuenta
que… ¡las estatuas están vivas! Pero su ritmo vital es lentísimo, su tiempo
fluye con un tempo que nada tiene que ver con el de los insectos invasores que
ahora, tras descubrir que son aborígenes vivos y no figuras pétreas, se empeñan e intentan por todos los medios que
los gigantes azules se enteren de que han sido invadidos y colonizados, pero
sus esfuerzos son en vano. Los gigantes no hacen caso. El tiempo pasa y pasa
para la avanzada civilización de los insectos y al final acaban destruyéndose
unos a otros con unas cuantas bombas atómicas. En el otro ritmo temporal uno de
los gigantes pregunta al otro si ha llegado a ver aquellos fogonazos tan
extraños. ¿el qué? Le pregunta. “¡Unas pequeñas nubes de polvo anaranjado!.
Salieron de la nada y no duraron más que un segundo. Tenía como diminutas figuras
dentro” La cronicidades de dos civilizaciones han chocado o han convergido en
dos fases históricas diferentes, pero los diferentes “ritmos temporales”
producen que la especie invasora, que se cree poderosa, sea nada, un fogonazo
en menos de un segundo.
A veces pienso que las montañas y los ríos son esos gigantes
azules, y nosotros los bichos invasores.
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