En el río uno aspira a hacerse invisible, no ser visto, no
hacer ruido, no dejar rastro. El silencio es importante, también el sigilo.
Sólo entonces el campo pasa de ser un paisaje “bonito” pero más o menos soso y
vacío a un lugar habitado en el que libélulas, abejorros, rabilargos, nutrias,
ginetas, jabalíes, zorros, águilas, martines, mirlos, musarañas, mariposas,
culebras, galápagos, escolopendras, sapos, lagartos o comadrejas se dejarán ver
haciendo su vida.
La invisibilidad es la mejor virtud. No molestar. No hacerse
notar. Llega un momento en que lo logramos y es como si desapareciera un velo
que nos impedía ver de verdad lo salvaje en libertad. Intuyo que los animales (incluyo
garrapatas, orugas y gusarapas, no todo va a ser admirar al corzo o al azor) se dan
cuenta que ya no somos unos pisarrabos, unos ignorantes, unos turistas, unos
fotoneros, unos charlatanes… sino un bicho más. Entonces se dejan ver si pudor.
Te adoptan como mascota, ya no les importa que estés allí metido en el
agua persiguiendo a los peces o caminando por la senda que ellos han hecho o
saltando de piedra en piedra como una rara bailarina en vadeador.
También le costó muchos años a mi hijo el pescador ser invisible.
Acostumbrado a los documentales de la televisión, los primeros planos, el
montaje de la acción, no entendía que los bichos salieran corriendo al menor
movimiento, a la mínima voz o que sólo se atisbaran de lejos y con dificultad,
de forma muy fugaz. Tampoco es que se pongan a tres metros de ti a actuar. Los
encuentros con ellos son instantes muy breves, chispas de acción. Si fuera de
cultura protestante o me hubiera educado en Oxford diría “epifanías” del
griego: επιφάνεια que significa “manifestación”, revelación o aparición en la que
los profetas, mediadores, chamanes, oráculos, magos o brujos daban una
interpretación de lo contemplado o imaginado más allá de lo visto. Mi
interpretación tiene siempre las gafas de la biología, pero a veces saco los
pies del tiesto de la ciencia y “veo cosas que no creeríais”… han sido muchos
milenios de superstición, como el escorpión, no puedo evitarlo.
Pero soy un ateo hijo de los viejos ilustrados, un empirista rechazador de
cualquier chorrada trascendente. Cuando palme ya será un logro no dejar casi
rastro. Sólo haber enseñado a mi hijo el pescador el mágico don de la
invisibilidad.
PD: El jabalí macho de la foto, hecha con el móvil, nos miró dos segundos y luego siguió hozando por la orilla. Comía cangrejos, su crack, crack al masticar sonaba en todo el vallecillo. Hasta cruzó la orilla y siguió con su festín marisquero por la nuestra.
No hay comentarios:
Publicar un comentario