Anda despacio. Los otros van muy detrás.
Ha subido un tramo largo deprisa para poder caminar ahora junto al agua a ritmo
lento, saboreando cada recodo y cada corriente, envuelto en ese tipo de
silencio que solo se vive en la montaña o ya cerca de ellas. Detrás de sus ojos
campan Vardis y Curwood también Ciro Bayo y Cabeza de Vaca, o todas esas voces
que nos envenenan cuando tenemos menos de diecisiete años y que se quedarán
ahí, agazapadas, siempre latiendo aunque no nos demos cuenta, susurrándonos sueños. Hay que tener
cuidado con lo que se da a leer a los niños. Entonces ve la huella.
Sigue pescando despacio. Con la pequeña
cámara ahora preparada por si se deja ver la bestia o su belleza. No tiene
miedo, pero ha comenzado a cantar en susurros por si acaso, porque así lo leyó,
para advertirle. Suele tener siempre fortuna. Será el sigilo, la forma de
caminar acechando, evitando hacer ningún ruido, con la vista acostumbrada a
escudriñar el monte y descubrir tesoros: aquel lince atravesando un viejo
olivar, el baño de las nutrias a su lado, la manada de lobos a menos de
doscientos metros de una estrecha carretera medio abandonada que corría
paralela al río, el baño del enorme y canoso jabalí entre los helechos, grandes trofeos
que no desmerecen de otros más pequeños que guarda en su memoria ya sea insecto, rana, lagarto, ave, sombra...
El pequeño río se estrecha. Hay maleza
espesa como de dos metros de altura, truchas negras y doradas, el cielo lleno de un azul
que la dispersión de Rayleigh podría meter en un verso de Keats, los estratos
de la roca explicándole el tiempo, su tic-tac de siglos, el oso quizá cerca. Tal vez aún sea posible y podamos
parar a tiempo la carrera, no destruir con saña todo esto, no querer
convertirlo en paisaje o en atracción de feria o en parque de turistas.
Entonces ve el cadáver y más huellas.
Buen festín. Sonríe. La vida salvaje es esto, muerte y vida, vida y muerte. El
dolor imaginario no está aquí, no en ellos. Podría fantasear con acabar así,
pescando en un paraíso y luego convertirse en alimento de oso. No habría mejor
muerte. La otra, el lento deshacerse, el cuerpo en ruinas, el cerebro triste y
roto es de verdad espanto.
Vuelve a sonreír. Sigue cantando. Tal vez
aún haya tiempo de no romper todo esto, los grandes espacios salvajes que aún
hay en España, abandonados, inseguros, apenas transitados, difíciles, lejanos. Cree que se salvan porque no hicieron caminos o carriles, porque nadie dibujó el mapa en una guía
para energúmenos, porque todo es pobre y no se puede sacar nada de la tierra o
sus entrañas, porque luego, en invierno, la nieve lo cubre todo muchos meses
como en aquellas viejas novelas de Wardis o de Curwood.
Sigue pescando más arriba. Tal vez tenga
suerte y vea por fin al oso, tal vez no. Nunca lo espera. Los animales se cruzan por
sorpresa en su camino. Tal vez no vean en él a lo que es sino a una alimaña
más, otro bicho, otra bestia que vive junto al agua sin saber del futuro y sus
desdichas, sin aplazar o comprar o negociar un placer intenso que da sólo vivir
y estar. Ahí.
PD: La foto de la cierva devorada por el oso es de Ginés Martínez
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