En memoria de Ada Bruhn y E. Ferdinand Hoffmeyer, habitantes ilustres de "Villa Guadalupe".
Haber logrado entrevistar a Ferdinand para la revista del
instituto no fue valorada como proeza por nadie y dudo que nadie más, a parte
de él, su mujer y yo mismo se la hubieran leído.
Además de la mejor biblioteca de Europa especializada en armas
blancas, atesoraban en su casa todo tipo de objetos extraños a los que Ferdinand
ya no daba importancia. Hoy recuerdo las vitrinas llenas hachas paleolíticas de
sílex, espadas de bronce o bayonetas y cuchillos de todas las guerras, raíces
de mandrágora metidas en alcohol, un bezoar enorme y rojizo engastado en plata,
un trozo grande de cuerno de unicornio que había sido mango de espada (yo no le
dije que tal vez fuera de narval) un coco de las Seychelles pulido en el que
había grabadas extrañas palabras en rúnico, un clavo del arca de Noé y un trozo
de ámbar dorado del tamaño de un puño en el que había dentro el abejorro prehistórico
más grande que había visto nunca. Tenía más cosas maravillosas como un diente
de megalodom con el que abría las cartas y otro de un cachalote que se había
encontrado varado en una isla de Tierra del Fuego y un meteorito de una rara aleación
de hierro con el que un herrero danés le había hecho un bowie y también fina
alambre amartillada con la que fabricaba preciosos anzuelos de pata retorcida y
que luego mandaba a un amigo para que le montase moscas de salmón. Me contó que
cuando era joven se escapaba unas semanas a Oxford, Copenague o Boston a dar no sé qué seminarios de
lo suyo y luego continuaba su viaje hacia algunos ríos a pescar.
Cuando le conocí ya era un anciano achacoso que sólo salía de su casona en
contados día de primavera y siempre con ayuda de un bastón y del brazo de su menuda
mujer. En el pueblo le llamaban “el alemán” aunque era danés, e inspiraba a
medias respeto y a medias temor por su rara especialidad como historiador.
La última vez que le ví, al enterarse que yo iba a ir a Londres, me
entregó un voluminoso sobre con documentos y una cajita con seis de aquellas
moscas hechas de acero de meteorito con el encargo de que se las entregase a un
tal Winston que regentaba un tienda de antigüedades de pesca en Pall Mall no
muy lejos de Farlows. No fue hasta el último día de mi estancia en Londres
cuando me acordé de la entrega pendiente. La tienda era una suerte de
mercadillo caótico lleno de todo tipo de cachivaches, polvorientos salmones
disecados, cañas viejas y herrumbrosos carretes de mosca que no tenían ningún
interés para mis veinte años de pescador cucharillero. Sin embargo, a cambio de
las moscas, el encargado se empeñó en regalarme una bonita caña de salmón de
tres tramos de bambú refundido que estaba casi nueva y un discreto sobre de
color crema a mi nombre en el que descubrí dentro, ya luego en el hotel, unas
trescientas libras de las de entonces. Creí entender que ese era mi pago por
haber servido de “correo del Zar” de los documentos y de tan exóticas moscas de
acero extraterrestre. La caña me la perdieron en Iberia al regreso y nunca más
se supo. El puñado de libras eran toda una fortuna con la que alargamos la
estancia unas semanas más viviendo a cuerpo de rey. Cuando volví al pueblo, Ferdinand ya había
muerto. Visité a Ada y le conté la misteriosa aventura del encargo. Ella se
reía y me dijo que sí, que aquel dinero era una pequeña gratificación por las
molestias. Al despedirnos me regaló el pedrusco de ámbar danés y un pequeño
cuchillo de pesca con su mango de abedul y su funda integral de cuero grabado
con motivos nórdicos que también había sido fabricado con hierro del misterioso
meteorito. Perdí en algún momento el abejorro fósil pero no este cuchillo. Está
muy afilado y corta como el primer día. Hoy siento no haber visitado más a Ada.
A veces tenemos la fortuna de cruzarnos en la vida con gente excepcional y no
nos damos cuenta hasta muchos años después, cuando ya es tarde.
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