martes

MANGAR


Nadie sabe que me escapo al Éufrates, a pescar con el enemigo, con uno de los cocineros de campo que mal habla el inglés casi tan bien como yo árabe. Se supone que estoy de vacaciones por la herida y eso hago, me tizno la cara, me pongo unas ropas de Amed, un sombrero de paja y salgo a territorio hostil sin armas, tengo suerte de mis genes bereberes andaluces cruzados de mexicano, sin uniforme soy casi moro, como el ochenta por ciento de mi pelotón, como cualquiera de estos irakíes que huyen asustados cuando salimos con los blindados a enredar, cumplir misiones, matar gente como hace tres días. Vamos a pescar junto a unas ruinas antiguas, de cuando comenzó la civilización y las armas aún eran de bronce. Ya ha llovido.

El escarabajo camina muy despacio. Duda. El sol comienza a calentar fuerte. Tengo mi cara sobre el suelo, siento su calor, la vibración constante, como si la tierra fuera una enorme piel flexible que alguien golpea sin ritmo. A veces cierro los ojos. Me imagino nadando en una poza fría. El objetivo está cerca. Hemos dejado las mochilas con las cargas en una tejonera. El escarabajo se ha quedado quieto tras una piedra pequeña. Yo también. Esperamos a que vuelva Conejo de su rastreo. Elmer Conejo Ramírez, escribo el nombre completo para que quien lea todo esto no piense que Conejo es un mote. Una granada de mortero cae muy cerca. Algo me da en la pierna. Huele muy bien a romero. Descubro una mata seca y llena de polvo a un metro de me cabeza ¿será romero?. Muevo muy despacio el brazo para intentar arrancar un puñado de flores. Las desgrano con los dedos delante de mi nariz y respiro. Escucho las voces de los otros. Pueden ser tres o cien. Carlos, Negro, Liberto, Jaime, Lolo saben que no podemos quedarnos aquí a que el sol nos achicharre. El resto de hombres tal vez piensa que no es mal lugar esta hondonada llena de aulagas amarillas protegida por los tres peñascos. Yo sólo distingo tres voces. Puede que los otros noventa y siete estén callados. Hago el gesto. Carlos se escurre bajo el borde de una lengua de tierra seca que alguna vez fue una linde de un campo de trigo. En cuanto escuchamos la primera ráfaga nos levantamos todos y echamos a correr rectos hasta el paredón de piedra. Veinte metros. Evito pisar el escarabajo.  Son quince hombres. No disparan bien. Desde tan cerca, con el AK, hay que ser muy templado. Doy por encima del ojo al primer tirador. Se me encasquilla el arma. Saco la otra. Las ráfagas de Liberto barren a mi derecha. Carlos le ha metido el puñal a un capitán en el hueco de la clavícula y ahí sigue hurgando hasta que se desploma. Cuatro chavales de mi pelotón se retuercen y gritan detrás. Conejo sabe de eso y va a atenderlos. Los tiros de barriga son los peores. Dolorosos. Mando a uno que no conozco a por los enfermeros que están como a un kilómetro de la posición. Corre como una liebre entre los matojos hasta en una granada de mortero le cae casi encima. Dos de los heridos tardarán muchas horas en callarse. Los otros dos los hemos vendado y pueden moverse. Durante tres horas la batalla parece que se aleja. En este puesto de vanguardia hay agua y latas de sardinas, dátiles frescos, una bonita cesta de tomates maduros. Hay que esperar hasta que se haga de noche para largarse. Comer si ganas. Tiempo para escribir aquí. Tenían una ametralladora nueva, alemana, desmontada, la estaban limpiando. Suerte. Carlos no quiere lavarse las manos llenas de sangre negra. Utiliza la tierra seca. No podemos desperdiciar el agua. Cierro los ojos durante un rato. Al abrirlos veo un escarabajo como el de antes intentando trepar con torpeza por el terraplén. Pero de pronto abre los élitros y sale volando con un zumbido de bala, como un pequeño dron. Echo de menos unas alas de escarabajo. Al volver hemos pasado por la zona donde estalló la granada de mortero. Todos temíamos pisar los pedazos del mensajero.
He sentido como entraba y como salía. El pinchazo, el escozor al salir de la carne, la sangre caliente escurriendo sin parar camisa abajo. Él no ha sentido nada. Una y otra vez Liberto me explica lo estúpido de apuntar a la cabeza. Lo fácil que es fallar un blanco tan pequeño. Saña. Sádico. Sucio. Me describe, no insulta. Se nota que aprovechó bien las tardes en la academia. La pistola pesa mucho más pero nunca se encasquilla. Entramos por el corral. El pueblo parecía desierto. Hay un limonero viejo lleno de grandes limones maduros. Nos imagino sentados bajo su sombra, con las camisas blancas, impolutas, abiertas, bebiendo limonada con buenos mendrugos de hielo en los vasos. Domingo por la tarde. Desocupados. Risas. En otro tiempo. Dos hombres armados de guardia con los ojos entrecerrados. La ráfaga de Liberto les toca de lleno a la altura del pecho. Era una casona grande. Parecía casi abandonada. Difícil. Puede haber cincuenta bien armados. Ellos tiran granadas. Arrasan las ramas del limonero. Sacan dos ametralladoras de las rejillas de una carbonera. Suerte que se les acaban las cintas a la vez. Tengo tres o cuatro segundos. Cuento en voz alta. Entran conmigo Jaime, Lolo, Elmer. Huele a polvo húmedo, aceite de camión, sudor, explosivo. Los gritos se oyen siempre aunque estés sordo por las explosiones y los tiros. Los nuestros. Los de ellos. Apunto a los ojos porque es instintivo buscar un punto, el cuerpo sólo es un bulto. Sé que fallo más si apunto al cuerpo. En cambio en la cara se derrumban. Un tiro en el pecho hace luego una buena fotografía de vencido. Un impacto en la cara es siempre muy feo. Muchos soldados de reemplazo vomitan al ver esos agujeros. Tanto destrozo. No convenzo a Liberto con mis teorías. No puedo decirle que esta vez fallé y por eso el hombre pudo disparar su Kalas. Pero él también falló por apuntar a bulto y sólo me atravesó la carne del hombro. Se me cae la pistola como si ese brazo fuera el de una marioneta. Me queda la vieja Browning de mi padre. Soy zurdo. Sigo escalera arriba disparando a las miradas. Uno asoma el cañón y dispara a menos de tres metros de mi cara. Me llegan pedazos hirvientes de pólvora que se me clavan en el cuello, pero no la bala. Me duele más la quemadura que la herida. Grito. El hombre se asombra de haber fallado. Se le encasquilla. Le entra el tiro por encima de la frente. Hay muchos en un salón parapetados tras librerías derrumbadas y una enorme mesa de despacho de madera maciza. Liberto les mete una granada. Se derrumba todo. La pared que nos separa de ellos también ha reventado. El techo, la pared maestra que daba al huerto del limonero. Muchos cuerpos rotos. Ráfagas de Elmer que no escucho. Sólo veo el rojo de la bocacha. Todos sordos durante una semana. Casa por casa matando. Así ha sido esta batalla. Conejo me cura la quemadura les cuello con pomada amarilla. Luego, por la tarde, el comandante habla y habla mirando el mapa. Se están reagrupando en el pueblo más grande. Debemos ir esa misma noche. Yo me libro. Le escucho muy lejos. Le leo los labios. Llevó un limón en la chaqueta. Le corto con la navaja y me meto una rodaja en la boca. Escuecen los labios secos. Siento la hinchazón del hombro, como de corcho, el latido constante del dolor. 

Vacaciones durante una semana. De vuelta al río con el cocinero. Se me pillan que despellejarán, me atarán a un Toyota y me arrastrarán por las calles con han hecho con otros, ojo por ojo, como en la edad de bronce. Sólo me da paz el río, estos barbos monstruosos que nadan en el Éufrates. Amed es también pescador. Sólo eso me protege. Le digo a Amed que si aquí nació la civilización esta debería ser también mi patria. El río es la patria, me dice.



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