jueves

RÍO TORMES 2021

 



 
“Otro libro aforrado en beçerro verde con unas letras doradas en anbas partes del forro, con docientas y treinta y quatro fojas numeradas que dicen las letras: «Disigni de Leonardo de Abinchi, restaurati da Ponpeo Leoni» y lo tasaron el dicho libro todo él en çien ducados, que son mill y çien reales”.
 
 
Ha seguido los manuscritos por todos los confines, de la Royal Librarian a la casucha de Bill Gates, de la Biblioteca Nacional de Madrid a ciertos palacios en medio del desierto de Arabia. Le interesan, de entre los mil chismes, cuestiones e ideas sobre los que escribió y dibujó, aquellos que tratan del agua, su turbulencia, movimiento, color, misterios y de cómo intentar dibujar ese líquido. Sabe que Leonardo fracasó. Y él sabe que Leonardo sabía que nunca pudo dibujar el agua como deseaba, imaginaba o como la veía o como era. Durante muchos años ha rastreado la lenta disgregación de todos esos papeles a través de Francesco Melzi, el escultor Pompeo Leoni, el clérigo Juan de Espina, tan amigo de Quevedo, hasta llegar a la biblioteca de Felipe IV. Luego pasó aquella historia chusca que salió el 14 de febrero de 1967 en The New York Times o cómo el erudito Jules Piccus desenterró del olvido los dos preciosos cuadernitos con unos cientos de páginas llenas de dibujos, anotaciones y bocetos hasta entonces desconocidos. Pero en esos dos manuscritos hay poco del agua y su magia.
 
Sin embargo hoy ha vuelto a la Biblioteca Nacional. No tanto para rebuscar por enésima vez nuevos escritos de Leonardo como por sentirse a salvo y despejar una duda. Su último viaje le llevó hasta uno de esos palacios llenos de puertas barrocas atiborradas de pan de oro y lamparones de araña. Mientras los guardaespaldas serbios le acompañaban hasta la cámara blindada, pudo entrever en una de las habitaciones paneles enteros del Salón de Ámbar y uno de los grandes cuadros de Velázquez que se habían quemado en aquel incendio. El ruso había ido comprando aquí y allá muchos tesoros malditos y una docena de hojas sueltas. En una de ellas, el artista había dibujado un río con minuciosos trazos y, sobre ese dibujo, en primer plano, un apunte con bastante detalle y anotaciones alrededor, de un pequeño objeto, un extraño anzuelo “adobado”. Tras admirar su colección y compartir con el mafioso buen licor de patata y lonchas de esturión ahumado “al estilo que tanto gustaba a Pedro el Grande”, preguntó en mala hora ¡Y quién te vendió esa hojita del río? El coleccionista sacó una Walter cromada con cachas de nácar y luego uno de los gorilas, ya en la puerta, le dio una patada y le perdonó la vida. Pero había visto el rastro del sello. Ya no le importaba quien hubiera sido el último poseedor de la hoja, ni el ladrón, ni el viaje de ese pequeño tesoro de papel a través de la historia. En cuanto llegó al coche escribió las cinco frases en italiano que rodeaban el dibujo para no olvidarlas, salió de aquel bosque a toda velocidad y de la helada región de Kolymá dos días después.
Se ha tomado un chocolate con churros en el Café del Espejo antes de entrar. Recuerda de nuevo unas palabras del viejo curioso: "el gran amor nace del gran conocimiento de la cosa que se ama; y si tú no la conoces, poco o nada podrás amarla". Durante el viaje de vuelta pidió por la web el volumen con la signatura que creía adecuada. Era una obra anodina que había estado “excluida de consulta” pero que ahora sí podía tocarse. También quedó con ella. Con Juana. La madura bibliotecaria siempre se había mostrado resolutiva, servicial y simpática, aunque esto último no entraba en el sueldo, y le había ayudado muchas veces en sus búsquedas cuando estaba escribiendo la tesis y era un pipiolo ignorante. Tras ponerse los guantes no tuvo que hojear mucho el tomo. Apareció el cuadernillo allí dentro. Apenas eran nueve hojas, faltaba una, pero estaban muy bien conservadas. En la primera estaba escrito, con ese trazo tan inconfundible y tan suyo: “Trattato di pesca con amo piumato”. Saborearon juntos lectura y asombro. Él copió en un cuaderno uno de esos “adobos” y las anotaciones que describían las plumas y sedas precisas.
 
Dos días después estaba pescando en el Tormes. Anudó con cuidado la imitación que había montado en un dieciséis con plumas de “beccaccia y fagiano” atadas con seda “giallo scuro y arancia sanguina”. Ayer y hoy, en todos los telediarios del mundo, había salido “Juana Martínez, bibliotecaria a punto de jubilarse, descubridora de un nuevo manuscrito de Leonardo da Vinci en la Biblioteca Nacional de España” junto al sonriente Ministro de Cultura intentando chupar cámara. Una trucha subió a tomar la imitación pero al final rechazó el engaño. En quinientos dos años nadie había pescado con una “mosca leonarda”. O tal vez nadie y él era el primero. Siguió intentándolo sin cambiar el señuelo. (“Artes de pesca” Fragmentos desechados.)
 


 

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