martes

RÍO VERDE 1919

 

Aunque ha cabido su vida entera en la mediana maleta de cartón y tela, no pesa demasiado. A parte de la ropa más nueva, los documentos de filiación, tres fotografías y la navaja de su padre, lleva un poco de tasajo de cabra, higos pasos y una frasca de vino de dulce. En el puerto de Cartagena se ha embarcado en el “Mefisto”, un mediano mercante griego que lleva a unos cuantos de la comarca hasta el sueño argentino a cambio de los ahorros de seis años.

Dos días antes del viaje ha subido con las cabras por toda la sierra de las Nieves, desde Istán hasta el Castaño Santo. Allí ha pasado la noche arropado por el capote de lana, sus dos perros y los rumores del bosque. Salvo la gente que viene, de cuando en cuando, a por algo de leña y a rebuscar castañas y bellotas, nadie conoce como él este río Verde y sus barrancas, cascadas y montarrales. La garganta se vuelve furiosa con las lluvias de octubre, pero el resto de los días las pozas son seguras y amables para pegarse un baño en Julio, llenar el trasmallo de peces en Mayo y beber de cualquier sitio sin temor a las calenturas. Quince kilómetros río abajo está el Mediterráneo, así que muchos días enfila el rebaño por uno de los valles para poder otear ese horizonte azul del fondo, y muchas veces, cuando sus dos hermanos mayores no tienen peonadas en la Marbella Iron Ore Company Ltd. y se encargan de las cabras, trota sierra abajo siguiendo el cauce del río hasta llegar al mar, nada en la lengua de playa en la que entra el torrente y recoge unas cochas de colores. Esta ha sido hasta ahora su única aventura.

El mismo día en el que el “Mefisto” suelta amarras ha comenzado una huelga general en Barcelona que se inició en la empresa eléctrica Riegos y Fuerza del Ebro, perteneciente a Barcelona Traction, Light and Power Company, limited, más conocida como La Canadiense. Pero ellos no se enterarán hasta que no llegue el barco al Río de la Plata varias semanas después. Durante sesenta años seguirá siendo pastor por allí, aunque en lugar de llevar cuarenta y nueve cabras malagueñas ajenas por unas sierras boscosas, vigilará quinientas vacas y luego veinte mil por unos llanos de pasto alto y horizonte infinito.
Ha cumplido su sueño de indiano, se ha librado de una guerra civil que ha matado a dos de sus hermanos, de otra guerra mundial y de una posguerra interminable llena hambruna y silencio. Ha pasado de ser un anónimo emigrante que huyó de la miseria a ejercer de diputado socialista por la provincia del Neuquén y poseer una gran finca ganadera en el confín del mundo. Pero su hijo pequeño tendrá que desandar el camino huyendo de los perros milicos de Videla y sus hijos mayores serán asesinados en la ESMA. “El malagueño” ha fallecido antes y se salvará de sufrir por esta infamia. Su único hijo vivo huirá de ese dolor durante treinta años y trabajará de profesor en Uppsala, Örebro y Umeá, en el círculo polar ártico. En su mediano bolso de buen cuero de becerra que le regaló su padre cuando su fue a estudiar a Buenos Aires, además de la ropa más nueva, los documentos de filiación, tres fotografías y la navaja de su padre que antes fue del abuelo, lleva escritas en seis moleskines todas las mil historias que escuchó al amor de la lumbre en esas intemperies pamperas tan ásperas, y también la descripción minuciosa, incluyendo dibujos y mapas, que le hizo su padre de aquel pequeño río salvaje y precioso de su infancia por la sierras de sur de la península Ibérica.
 
Se ha jubilado de emérito a los setenta y ha dejado de huir del dolor. No le ha costado dejar su hogar sueco e invertir sus ahorros en una pequeña casa en el pueblo de Istán que ha comprado por Internet sin ni siquiera verla. Acostumbrado desde niño a la vida campera y luego, en Suecia, a largas excursiones por la nieve, tiene buena salud y quiere recorrer el famoso río Verde desde su nacimiento hasta que desemboca en el mar, durmiendo por ahí, bajo los árboles grandes, comiendo cecina e higos secos y bebiendo del río. Tras llevar cuatro días de exploración por el pequeño torrente, fotografiando los rincones que pastoreaba su padre y los arroyos en los que bebía y se bañaba, descubre que ha llegado al embalse. Camina durante toda la mañana por una senda, flanqueada de adelfas, que rodea el agua parada hasta llegar al muro de la presa y desde allí, con sus buenos prismáticos de caza, contempla desolado lo que hay más abajo. Donde tenía que estar el cauce y la lengua brillante del agua descubre urbanizaciones, campos de golf, hoteles, centros comerciales, carreteras, palmeras y calles. El anciano tarda un buen rato en bajar a la ciudad que hay ahora. Por poco le atropella un Ferrari en un paso de cebra. Donde desembocaba el río, en la ensenada donde se bañaba su padre, hay ahora un montón de yates de lujo amarrados a Puerto Banús. Una ciudad llamada Marbella se bebe el río entero y a lo que en esa ciudad llaman “río” sólo es un pequeño desagüe seco de agua de alcantarilla. No tardará el jubilado en vender la casa recién comprada y adquirir otra en un lugar inhóspito de las montañas Marjsfallet junto a la frontera noruega. Desde allí escribe lo que le contaba del río Verde un cabrero de quince años que en 1919 lleva su vida entera y un puñado de conchas dentro una mediana maleta de cartón. (“Artes de pesca”. Fragmentos desechados)
 

 
 

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