lunes

VIEJA



Mira su colección de moscas despeluchadas, mordisqueadas, asimétricas, descoloridas, con los pelos y las pumas ya muy doblados y se asombra que sigan siendo las más pescadoras de sus cajas de esta temporada.

Se empeña en hacerlas perfectas, adecuadas al imaginario estético de una cultura donde simetría, armonía y orden han construido desde hace siglos el canon de belleza del mundo. Pero las truchas prefieren las otras, las feas.

Ata de nuevo el trico pequeño, un anzuelito del dieciséis que conserva el dubbing verdoso pero que tiene los pelos de corzo machacados y el cuello de pelusa de oreja de liebre repelado. Luego la ninfita negra con el barniz opacado y ya sin la cola. Su criterio estético se resiste pero el empirismo es tozudo porque ambos señuelos han pescado mucho y siguen pescando hoy.

Piensa el pescador que, al fin y al cabo, a él también le gustan mucho más las camisas viejas y los pantalones muy gastados, que se siente mucho más cómodo con los objetos a los que el tiempo y el uso han hecho más suyos. Quiere imaginar también que las moscas necesitan un rodaje de río para que funcionen mejor, como si fueran sofisticadas máquinas llenas de engranajes y piezas que deben ajustarse.

Atardece y cambia la mosca por otra flamante, con moñicle blanco para verla mejor con poca luz. Las truchas siguen entrando como antes pero con la nueva no clava ni una. Suben, muerden, rechazan. El pescador no vuelve a la vieja, no quiere atar de nuevo la fea, hoy aún más fea y más pelada después del duro tute de la tarde. La guarda con usura para mañana y esa última media hora de pesca se contenta con ver la subidas locas, los saltos de las truchas y cómo no se prende ni una en esa parachute preciosa.

Lleva ocho horas pescando y se siente agotado. Camina de vuelta al coche apartando retamas frondosas, agachado para seguir el pasillo por la senda medio perdida. Agotado y feliz. Luego, tal vez mañana, perderá el trico en la traicionera rama del sauce que protege su poza preferida por andar con lances floridos en lugar de tirar a ballesta el señuelo en el rincón dichoso donde siempre se esconde la trucha.

Él también se siente a veces como una mosca vieja y despeluchada, algo roto y rozado por el tiempo, poco elegante ya, pero aún efectivo, muy pescador.


4 comentarios:

  1. Quizá las moscas sean como los pescadores: el tiempo, las horas de río, nos dejan un poso de experiencia a través de la observación y gracias a ello poco a poco vamos ganando eficacia a la hora de pescar. O simplemente las más despeluchadas imitan mejor al insecto moviéndose que una estirada mosca de revista... Habrá que preguntarle a los peces

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    1. Un poco de todo. Las despeluchadas, sobre todo las de pelo de ciervo, al tener menos pelos y ya doblados y blandos, imitan mejor los movimientos de un trico que ya a cruzado la tensión superficial del agua y es o será más fácil de comer para la trucha. Tal vez.

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