Toqué un buen
puñado de ellas, rabiosas, francas, peleonas. Aunque ninguna sobrepasa los
veinte centímetros y muerden muchas minúsculas a las que apenas les cabe la
ninfa en la boca. Sus colores son bellísimos. Parece increíble que soporten
como si nada las enormes crecidas de este año, pero supongo que llevan en sus
pintas muchos miles de años de adaptación al medio.
Luego pude
caminar un rato por una cola del embalse de V.
Colocaba con
mucha suavidad la ninfa a medio metro del hocico del barbazo y el pez chupaba
franco el engaño, pero no toqué ninguno. Los dejaba correr, apenas paraba la
caña, pero uno tras otro rompían el sedal y no por su finura sino porque se
rozaban con las piedras del fondo. Usaba un veinte, los últimos diez
centímetros de hilo salían como si los hubieran desgastado con una lija,
pelados. Conozco bien los fondos, son pequeños cantos rodados, pedregales de
cuarzo, algunas piedras están fracturadas y cortan bien, pero el hilo no estaba
cortado sino rozado, desgastado. Al último le dejé el seguro flojo e hizo lo
mismo, me sacó media línea y luego adiós. Eran peces grandes y sabios. Otras
veces, cuando he sacado aquí alguno, he visto sus rozaduras en los opérculos.
Supongo que llevan en sus escamas unos cuantos años de adaptación al medio y a nosotros.
Se levantó de mis pies un bando de patitos apenas salidos del cascaron y la madre
aleteando y fingiendo. También se arrancó un bonito macho de perdiz y un culebrón
medio anacondo de lo grande que era. Eché de menos a mi hijo el pescador. Sentí
la soledad extraña. Sé que le hubiera gustado vivir esos instantes, sentir como
el sol templaba el día, coger una de las miles de efímeras que volaban, ver los patos, soltar
una de estas truchitas y andar después por la hierba tan alta, haciendo camino.
Luego, ya de
vuelta, sentí que no volvía. Algo importante dejo allí, cerca del agua, el modo en el que se acelera el corazón a la velocidad de la carrera del barbo o
una forma de plenitud y libertad que sólo allí puede sentirse, cuando toco las
pintas rojas de las truchas.
Nunca nos vamos de esos lugares donde disfrutamos, nos dejan un "algo" dentro que siempre llevaremos con nosotros.
ResponderEliminarEnhorabuena por esa jornada. En cuanto al hijo pescador, aunque se haya perdido momentos irrepetibles, seguro que juntos disfrutaréis de muchos otros.
Un saludo
Ayer disfruté muchísimo con sólo una trucha hermosa tras el sedal. La orilla era una selva de hierba y la sierra estaba recién nevada... Pocas primaveras tan frescas y lluviosas como esta. Es verdad, nunca nos vamos.
EliminarComo si hubiera estado allí. ¡Qué bien contado!...como siempre.
ResponderEliminarSaludos
Emilio
Gracias E.
EliminarEl sábado sólo toqué 10, con el frío, pero con la que más disfruté fue con una que subía a la seca y no mordió. Verla puesta comiendo, a la caza, era todo un espectáculo. Y con 1 sola que toqué el domingo, luchadora como pocas...