El pescador se
sienta a descansar, secarse al sol, comer el bocadillo. No le ha costado
quitarse el poco equipaje que ha traído al río. Ha bajado ya sin vadeador, ni chaleco. Le
gusta mucho pescar en estos días de primavera avanzada, con el agua casi
templada, en su garganta preferida. Disfruta del minimalismo de llevar sólo la
caña y una cajita con diez secas, diez ninfas y cinco ahogadas. El sombrero, la
sacadera, un minibocadillo de panceta envuelto en papel encerado que le cabe en el bolsillo de la camisa.
Lleva ya muchas
horas pescando, tal vez el día entero, porque llegó al río a las diez de la
mañana y ahora serán las seis de la tarde. Recupera el calor pegándose a la
piedra como los lagartos de cabeza azul que viven allí junto al agua. Nada le
pesa. Ha nadado, perezoso, en una poza grande y se ha sumergido con los ojos
abiertos hasta el fondo para sentir las capas más frías y los colores
impresionistas de los reflejos del sol en las rocas ocres del fondo.
Prendió esas
ahogadas en la espuma de la caja de hoy por azar. Las vio abandonadas en uno de los
cajones en los que guarda algunos señuelos de poco uso. Tan raras, tan
antiguas, tan simples. Las probó el otro día, más o menos a esta hora de la
tarde, más por enredar o jugar que por interés en pescar con ellas y fue
enganchando truchas en casi todas las posturas. Primero junto a una ninfa,
luego ya dos moscos solos, uno paja y otro marrón tras una seda del tres. Como
apenas se hundían, podía ver las vertiginosas cebadas de las truchas entre dos
aguas. Hoy hará lo mismo. Es la hora de los mosquitos ahogados, hasta las ocho que cambiará a la seca y anudará sus despeluchados y
pequeños tricos de pelo de corzo.
El azar hizo
que luego se encontrase con ella, por amigos comunes, en una tasca del barrio
húmedo la última noche antes de volver. Le gustaron sus ojos azules, tan raros
en su sur, su acento tan medido y castellano, su gusto por Galdós, Benedetti,
Ángel González y sobre todo, tan difícil, le gustó que supiera de truchas y de pesca.
Aquella noche, con amigos delante, se despidieron con una hasta otra y un casto beso en las mejillas. Ahora sabe, tras el
tiempo vivido, que si hubieran tenido más días por delante, habría habido
complicidad y risas más cercanas, quien sabe si amor, quién sabe si ríos y
noches compartidas. Eso fabula hoy el pescador mientras ata sus moscas de León,
las que hizo ella hace tanto, aquella veinteañera regordeta y simpática,
pescadora y lectora de novelones viejos y poetas de exilio. Y no quiere perder
ninguna. Cuando alguna vez engancha en un árbol, las recupera con habilidad y
cuidado, son su pequeño tesoro descubierto.
Tras el baño,
se viste y sigue pescando. Las ahogadas son mágicas a esta hora, no hay postura
que no mueva truchas. Se le queda sonrisa de tonto ante el descubrimiento de
pescar tanto con moscas tan simples, tan antiguas, tan raras. O tal vez la
sonrisa se la pinte el recuerdo de aquella noche lejana, de unos ojos azules y una
voz que con pasión le nombró de memoria un verso de González “No fue un sueño, lo ví. La nieve ardía”.
Son las siete, ya es hora de seca, se dice. No ha perdido ninguna y guarda sus preciosos señuelos
mojados en la caja. Las ahogadas leonesas pescan muy bien con sedal pesado, el
pescador sabe que es un hecho objetivo que nada tiene de mítico o de mágico,
pero quiere pensar que hoy, y el otro día, ha pescado tanto porque esos mosquitos
los adobó ella con sus manos. A él le gusta eso, fabular, escribir, enredar con
las palabras la memoria. Luego, por la senda de vuelta, oscureciendo, medio
perdido entre helechos y zarzas, muy cansado, no quiere preguntarse que habrá
sido de ella, al contrario, vuelve de memoria a la tasca aquella, a su voz, a su cuerpo de
entonces que le pareció gracioso y deseable. Imagina que pasó poco tiempo y él volvió
a la pequeña ciudad, a su tienda. Escribe que se acerca al mostrador y dice: quiero más moscas, de esas que haces tú.
Y todo fluye.
No debería haber misterio en que esas moscas sean tan pescadoras. Atesoran la sabiduría acumulada de siglos de práctica cuando la pesca era fuente de sustento, y eso siempre agudiza el ingenio. Como "todo lo nuevo place", y del extranjero vinieron la pesca con sedal pesado y sus moscas las nuestras fueron olvidadas.
ResponderEliminarDe vez en cuando son rescatadas del olvido, vuelven a nuestro aparejo como los recuerdos del pasado que atesoramos con cariño afloran en nuestra mente.
Saludos
Un tandem de ahogada y seca o de ninfa y ahogada funcionan muy bien. Sin embargo siento las ahogadas casi en peligro de extinción frente a ninferos y puristas de la seca.
EliminarHe de confesar que a mi nunca me gustaron, aunque tuve en la familia un gran mosquitero que vivió en León. Recuperarlas ahora está siendo divertido.