martes

LEONESA



El pescador se sienta a descansar, secarse al sol, comer el bocadillo. No le ha costado quitarse el poco equipaje que ha traído al río. Ha bajado ya sin vadeador, ni chaleco. Le gusta mucho pescar en estos días de primavera avanzada, con el agua casi templada, en su garganta preferida. Disfruta del minimalismo de llevar sólo la caña y una cajita con diez secas, diez ninfas y cinco ahogadas. El sombrero, la sacadera, un minibocadillo de panceta envuelto en papel encerado que le cabe en el bolsillo de la camisa.

Lleva ya muchas horas pescando, tal vez el día entero, porque llegó al río a las diez de la mañana y ahora serán las seis de la tarde. Recupera el calor pegándose a la piedra como los lagartos de cabeza azul que viven allí junto al agua. Nada le pesa. Ha nadado, perezoso, en una poza grande y se ha sumergido con los ojos abiertos hasta el fondo para sentir las capas más frías y los colores impresionistas de los reflejos del sol en las rocas ocres del fondo.

Prendió esas ahogadas en la espuma de la caja de hoy por azar. Las vio abandonadas en uno de los cajones en los que guarda algunos señuelos de poco uso. Tan raras, tan antiguas, tan simples. Las probó el otro día, más o menos a esta hora de la tarde, más por enredar o jugar que por interés en pescar con ellas y fue enganchando truchas en casi todas las posturas. Primero junto a una ninfa, luego ya dos moscos solos, uno paja y otro marrón tras una seda del tres. Como apenas se hundían, podía ver las vertiginosas cebadas de las truchas entre dos aguas. Hoy hará lo mismo. Es la hora de los mosquitos ahogados, hasta las ocho que cambiará a la seca y anudará sus despeluchados y pequeños tricos de pelo de corzo.

Recuerda entonces de el dónde y el quién y el cuando. Hace veinte años visitaba León por trabajo y un amigo, el único que pescaba con una cuerda de moscas, le había encargado hilos de seda en una mercería de novelón de Galdós y también la compra misteriosa de unas plumas de gallo que vendían en una tienda de caza y pesca de esas de mostrador de madera, bichos disecados y armero con escopetas paralelas no demasiado relucientes. Ya en la tienda, le gustó una vieja caña de tres tramos de bambú del país, de segunda mano, y la compró aunque el precio le parecía excesivo. La joven dependienta, al protestar él por tener que dejar allí unas cuatro mil pesetas, le regaló una bonita caja de madera, tapizada por dentro con una lámina de rústico corcho en la que había prendidas diez moscas ahogadas fabricadas con pluma de gallo de León. Las he hecho yo, me enseñó mi padre, las vendemos muy bien en la tienda, son muy pescadoras.

El azar hizo que luego se encontrase con ella, por amigos comunes, en una tasca del barrio húmedo la última noche antes de volver. Le gustaron sus ojos azules, tan raros en su sur, su acento tan medido y castellano, su gusto por Galdós, Benedetti, Ángel González y sobre todo, tan difícil, le gustó que supiera de truchas y de pesca. Aquella noche, con amigos delante, se despidieron con una hasta otra y un casto beso en las mejillas. Ahora sabe, tras el tiempo vivido, que si hubieran tenido más días por delante, habría habido complicidad y risas más cercanas, quien sabe si amor, quién sabe si ríos y noches compartidas. Eso fabula hoy el pescador mientras ata sus moscas de León, las que hizo ella hace tanto, aquella veinteañera regordeta y simpática, pescadora y lectora de novelones viejos y poetas de exilio. Y no quiere perder ninguna. Cuando alguna vez engancha en un árbol, las recupera con habilidad y cuidado, son su pequeño tesoro descubierto.

Tras el baño, se viste y sigue pescando. Las ahogadas son mágicas a esta hora, no hay postura que no mueva truchas. Se le queda sonrisa de tonto ante el descubrimiento de pescar tanto con moscas tan simples, tan antiguas, tan raras. O tal vez la sonrisa se la pinte el recuerdo de aquella noche lejana, de unos ojos azules y una voz que con pasión le nombró de memoria un verso de González “No fue un sueño, lo ví. La nieve ardía”.

Son las siete, ya es hora de seca, se dice. No ha perdido ninguna y guarda sus preciosos señuelos mojados en la caja. Las ahogadas leonesas pescan muy bien con sedal pesado, el pescador sabe que es un hecho objetivo que nada tiene de mítico o de mágico, pero quiere pensar que hoy, y el otro día, ha pescado tanto porque esos mosquitos los adobó ella con sus manos. A él le gusta eso, fabular, escribir, enredar con las palabras la memoria. Luego, por la senda de vuelta, oscureciendo, medio perdido entre helechos y zarzas, muy cansado, no quiere preguntarse que habrá sido de ella, al contrario, vuelve de memoria a la tasca aquella, a su voz, a su cuerpo de entonces que le pareció gracioso y deseable. Imagina que pasó poco tiempo y él volvió a la pequeña ciudad, a su tienda. Escribe que se acerca al mostrador y dice: quiero más moscas, de esas que haces tú

Y todo fluye.

2 comentarios:

  1. No debería haber misterio en que esas moscas sean tan pescadoras. Atesoran la sabiduría acumulada de siglos de práctica cuando la pesca era fuente de sustento, y eso siempre agudiza el ingenio. Como "todo lo nuevo place", y del extranjero vinieron la pesca con sedal pesado y sus moscas las nuestras fueron olvidadas.
    De vez en cuando son rescatadas del olvido, vuelven a nuestro aparejo como los recuerdos del pasado que atesoramos con cariño afloran en nuestra mente.
    Saludos

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    1. Un tandem de ahogada y seca o de ninfa y ahogada funcionan muy bien. Sin embargo siento las ahogadas casi en peligro de extinción frente a ninferos y puristas de la seca.

      He de confesar que a mi nunca me gustaron, aunque tuve en la familia un gran mosquitero que vivió en León. Recuperarlas ahora está siendo divertido.

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