lunes

TENKARA



Revisabas las fotografías de hace un año. Llevabas casi dos semanas sin pescar y ya no podías más, necesitabas volver al agua, tocar de nuevo la piel fría de los peces, remontar de nuevo la corriente. ¿Pero cual?...

...Aquel por el que caminábamos descalzos, bajo un sombrero de paja roto, con una vara de bambú de tres metros y el sedal atado a la punta, dos anzuelitos y dos gusarapas medio empaldas en el acero. Me gustaban en especial los pilares del puente. Allí se formaban remolinos oscuros y aguardaban su comida los barbos más grandes. Más abajo, en la tablas rápidas, subía las bogas y era muy frecuente que hiciéramos dobletes. El verano era eso, nadar, pescar y escuchar las historias de mi abuelo sobre galápagos enormes y anguilas kileras, nidos de araclanes y cernícalos amaestrados, lobos de ojos fluorescentes y tiroteos de película, curvas de la Chelito buscándose su pulga y viajes remotos por un mar que muchos años después tu recorrerías de punta a punta.

Salíamos a pescar a eso de las diez, tras devorar, según el día y el humor de mi abuela, un plato de buñuelos o tostadas con miel o picatostes de vino o de huevos fritos con pimientos o dos tomates maduros, rajados con sal sobre un trozo de pan. Las costeras de mimbre eran muy viejas, no sabíamos que tenían cien años y el brillo de las bogas retorciéndose en el aire reflejaban el sol como ningún espejo en los que luego te mirarías. Nos bajábamos al río una enorme sandía que dejábamos refrescar sumergida en alguna orilla sombría. Tras el primer baño y las primeras dos horas de pesca, sentados en alguna piedra cómoda, nos comíamos la sandía cortada en dos mitades de la que íbamos sacando grandes tacos rojos pellizcando la pulpa cada cual con su propia navaja. Luego volvíamos a la pescar, alejándonos despacio, por orillas llenas de árboles muy grandes cuajados de lianas y ortigas, hasta llegar al puente viejo. En esa poza hondísima, nunca tocamos su fondo, nos bañábamos de nuevo con miedo a todos los monstruos que sin duda dormitaban en sus fondos para luego volver a la casona. Nos volvía locos el arroz de nuestra tía abuela Mado, una vez apartados los mil torpezones multicolores con los que aliñaba el guiso. Más tarde, cuando los mayores se retiraban a sus siestas y lecturas, a eso de las cuatro de la tarde, en medio de la peor calorina, nos escapábamos de nuevo a la garganta a pescar entonces con todo el cuerpo sumergido en el agua, asomando apenas la cabeza y las manos. Los peces nos mordisqueaban la barriga y las piernas, tal vez como venganza o quizá porque ya nos sentíamos o éramos, una parte natural de aquel río.

Ya no quedan ni siquiera los pilares del puente y son pocas las bogas que remontan. Ya no queda nada de aquellos veranos y a veces me parece que todo fue un sueño cada día más perdido e impreciso. Les pregunto entonces a mis primos o a mis hermanos y ellos me confirman que ese tiempo existió. Me dan detalles, me cuentan sucesos, hechos, certidumbres y entonces me sorprendo y recuerdo con más nitidez esos días. Mi hermano cultiva en su jardín el bambú de la estirpe de aquellas otras cañas y a veces pesco me escapo al río así, con una caña fina y bien curada y una imitación de gusarapa, los japoneses lo llaman tenkara y yo lo llamo infancia.

Ya no queda casi nada, es cierto. Un poco de memoria, una caña de bambú, otro poco de tiempo, la sensación de frescor cuando metes las piernas en el agua y luego nadas hasta la piedra sumergida en la que te sientas, como entonces, a pescar así, casi flotando, con apenas la cabeza y las manos por encima del frío, mientras los peces se acercan a picotearte y a hacerte cosquillas, no sabes si con afán de venganza o porque que eres ya, de verdad, una parte del río.

Ordeno las fotos de hace un año y también estas otras más antiguas.

4 comentarios:

  1. Precioso relato, aunque con cierto poso triste. Y es que en ocasiones, cada vez más frecuentes, recordar es una actividad dolorosa. No sólo duele al comprobar las personas que nos faltan o las buenas costumbres que hemos abandonado, sino también porque somos conscientes de que aquellos paraísos fueron barridos por el progreso mal entendido. Un saludo

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  2. No tanto triste como rabioso por cómo se ha arrasado con la naturaleza, su belleza y su valor en tan pocos años, de forma tan impune y tan silenciosa. Creo que nos equivocamos de forma radical con la idea de "progreso" que ha permeado a toda la sociedad, no tanto por el derroche del agua como por su destrucción. Sigo sin creerme, muchas veces, que ríos bellísimos y llenos de vida estén ahora medio secos, contaminados y muertos.

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