miércoles

SONORA


Fotografía de José Luis Barriga Rubio

No se explica como han llegado hasta aquí las truchas, cómo lograron superar sucesivas cascadas con caídas de más de cinco metros. A veces, para pescar la siguiente poza, hay que hacer escalada. Además del vadeador habría que llevar cuerda y casco.  No hay lugar más salvaje.

Aprender a estar solo. Saber estar solo. Asumir que vivimos, a pesar de nuestro gregarismo sapiens, en medio de una soledad real, cósmica, existencial, mítica. No hay otro paisaje en los instantes decisivos. Es la verdad incómoda que nos asalta en el duermevela, tras una jornada difícil o caminando por la calle el día en el que perdimos algo o alguien de verdad importante.

Pero la soledad también es un placer, un deseo, un paisaje acogedor y dulce. El pescador va pensando en todo esto tan juanramoniano mientras baja por la senda hacia la primera olla, un día templado y muy luminoso de primavera. Ha venido aquí a eso, a estar solo de nuevo. Nada limpia mejor las rozaduras que la corriente helada de este riachuelo, las invisibles y las visibles, los roces de la aventura de vivir en el cuerpo, la memoria o el alma.

Se ha sentado en el tocón enorme que arrastró la riada hasta incrustarse en el embudo de roca y anuda con atención la mosca. Bebe luego agachado de este agua purísima y lanza donde la corriente ha perdido la espuma, donde los deshielos de diez mil años han horadado esa olla tan profunda.



Tal vez porque creció en una familia numerosa o porque vive en la ciudad más poblada o porque le gusta mucho estar acompañado por las personas que quiere, no le pesó nunca la soledad. Con la fama que tiene de huraño, arisco, tímido, silencioso… no debía además presumir de todo esto, del regusto por la “soledad sonora” tan de Juan Ramón Jiménez o de Juan de Yepes, que suena hoy, que no podemos dejar de estar conectados al email, el guasap, el face o el twiter, como un exceso y una pose de ermitaño pescador misántropo. Pero el sitio, el corte pulido del torrente en el gneís y el granito de esta garganta abarrancada en la que no dan permisos a pescadores solos, se presta precisamente a esa imagen ermitaña y novelesca.

Sin embargo su hijo está un poco más arriba. Él es parlanchín, simpático, gregario, conciliador aunque también ande metido ahora en otro agujero de agua, absorto en lanzar con pericia el señuelo en todas las posturas, descubriendo también este extraño placer de saborear por un rato la soledad y el silencio del difícil paraje.

A lo mejor las truchas subieron volando y luego perdieron las alas, o son truchas barranquistas muy locas que subieron con cuerdas y botas por las cascadas de hielo hace ya muchos siglos. O tal vez son truchas marcianas, llegaron en su platillo-acuario volante, les gustó este sitio tan bonito y se quedaron. Son las ideas bromistas del hijo pescador que juega ahora a gritar y escuchar como su voz hace eco de cueva y se mezcla con la soledad sonora de la última cascada tras la poza turquesa.

Fotografía de José Luis Barriga Rubio


martes

VI MASTER "LA VERA" 2013



Se mete uno en las gargantas con ganas de pescar mucho y bien, con la sensación feliz de poder estar muchas horas en el agua y acabar agotado y en paz con el mundo. Han ganado los mejores y hemos ganado todos porque pescar en las gargantas de la Vera ya es ganar mucho de lo más importante: amigos, secretos de pesca, reencuentros, tiempo en libertad, risas, truchas con los colores de los sueños de los pescadores.

La gente que lo hace ha trabajado mucho por nada, mucho y bien, y uno agradece en silencio tanto derroche para hacernos felices tantas horas, para que todo fluya fácil como el agua, aunque uno sabe de las dificultades, complicaciones, los muchos trabajos y desvelos que trae este master para que discurra así, transparente y alegre como el torrente, refrescándonos a todos los días y calentando nuestro corazón de mosqueros andantes.

Han ganado los mejores: Ángel Luis y Juan Antonio, Jorge y Manuel, José Manuel y Enrique, Víctor y José Antonio, Isidro y Jairo (y las casi 2.000 truchas autóctonas y salvajes que siguen vivas). Aunque tal vez los demás hayamos ganado igual, incluso más, tres días de pesca intensa y salvaje en dos gargantas bellísimas, esculpidas por los siglos y los glaciares, las riadas y el sol, el granito y la lluvia, abrigadas por el paredón de Gredos y la sombra de los bosques de robles y los helechales verdísimos.

He disfrutado despacio pero de forma intensa cada poza y cada rasera, cada lance y cada trucha tocada, he disfrutado de nuevo del baile de saltar de cancho en cancho río arriba y de la compañía de todos. Este paso de baile es difícil, más de uno se cae y prueba la dureza pulida de las piedras, pero cuando se aprende el paso, bailar aquí es de lo más divertido, mucho más que en los ríos de orillas mansas y civilizadas.

Es fácil a veces tocar un poco de felicidad, basta compartir el tiempo en un torrente de montaña, pescar en estos pequeños paraísos de agua, tan reales y cercanos. Recuerda uno las palabras del amigo Ota Pavel en su libro “cómo llegué a conocer a los peces”:

"La pesca es, antes que nada, libertad. Caminar kilómetros y kilómetros en busca de truchas, beber agua de las fuentes, estar a solas y libre al menos durante una hora, unos días, o hasta semanas y meses. Liberado de la televisión, de los periódicos, de la radio y la civilización." (...) “Si quieres ser feliz una hora, emborráchate; si quieres ser feliz tres días, cásate; pero si quieres ser feliz toda la vida, hazte pescador".



lunes

VIEJA



Mira su colección de moscas despeluchadas, mordisqueadas, asimétricas, descoloridas, con los pelos y las pumas ya muy doblados y se asombra que sigan siendo las más pescadoras de sus cajas de esta temporada.

Se empeña en hacerlas perfectas, adecuadas al imaginario estético de una cultura donde simetría, armonía y orden han construido desde hace siglos el canon de belleza del mundo. Pero las truchas prefieren las otras, las feas.

Ata de nuevo el trico pequeño, un anzuelito del dieciséis que conserva el dubbing verdoso pero que tiene los pelos de corzo machacados y el cuello de pelusa de oreja de liebre repelado. Luego la ninfita negra con el barniz opacado y ya sin la cola. Su criterio estético se resiste pero el empirismo es tozudo porque ambos señuelos han pescado mucho y siguen pescando hoy.

Piensa el pescador que, al fin y al cabo, a él también le gustan mucho más las camisas viejas y los pantalones muy gastados, que se siente mucho más cómodo con los objetos a los que el tiempo y el uso han hecho más suyos. Quiere imaginar también que las moscas necesitan un rodaje de río para que funcionen mejor, como si fueran sofisticadas máquinas llenas de engranajes y piezas que deben ajustarse.

Atardece y cambia la mosca por otra flamante, con moñicle blanco para verla mejor con poca luz. Las truchas siguen entrando como antes pero con la nueva no clava ni una. Suben, muerden, rechazan. El pescador no vuelve a la vieja, no quiere atar de nuevo la fea, hoy aún más fea y más pelada después del duro tute de la tarde. La guarda con usura para mañana y esa última media hora de pesca se contenta con ver la subidas locas, los saltos de las truchas y cómo no se prende ni una en esa parachute preciosa.

Lleva ocho horas pescando y se siente agotado. Camina de vuelta al coche apartando retamas frondosas, agachado para seguir el pasillo por la senda medio perdida. Agotado y feliz. Luego, tal vez mañana, perderá el trico en la traicionera rama del sauce que protege su poza preferida por andar con lances floridos en lugar de tirar a ballesta el señuelo en el rincón dichoso donde siempre se esconde la trucha.

Él también se siente a veces como una mosca vieja y despeluchada, algo roto y rozado por el tiempo, poco elegante ya, pero aún efectivo, muy pescador.


martes

ANACONDO



No fallaron las truchitas glotonas de la garganta J.
Toqué un buen puñado de ellas, rabiosas, francas, peleonas. Aunque ninguna sobrepasa los veinte centímetros y muerden muchas minúsculas a las que apenas les cabe la ninfa en la boca. Sus colores son bellísimos. Parece increíble que soporten como si nada las enormes crecidas de este año, pero supongo que llevan en sus pintas muchos miles de años de adaptación al medio.

Luego pude caminar un rato por una cola del embalse de V.
Colocaba con mucha suavidad la ninfa a medio metro del hocico del barbazo y el pez chupaba franco el engaño, pero no toqué ninguno. Los dejaba correr, apenas paraba la caña, pero uno tras otro rompían el sedal y no por su finura sino porque se rozaban con las piedras del fondo. Usaba un veinte, los últimos diez centímetros de hilo salían como si los hubieran desgastado con una lija, pelados. Conozco bien los fondos, son pequeños cantos rodados, pedregales de cuarzo, algunas piedras están fracturadas y cortan bien, pero el hilo no estaba cortado sino rozado, desgastado. Al último le dejé el seguro flojo e hizo lo mismo, me sacó media línea y luego adiós. Eran peces grandes y sabios. Otras veces, cuando he sacado aquí alguno, he visto sus rozaduras en los opérculos. Supongo que llevan en sus escamas unos cuantos años de adaptación al medio y a nosotros.

Se levantó de mis pies un bando de patitos apenas salidos del cascaron y la madre aleteando y fingiendo. También se arrancó un bonito macho de perdiz y un culebrón medio anacondo de lo grande que era. Eché de menos a mi hijo el pescador. Sentí la soledad extraña. Sé que le hubiera gustado vivir esos instantes, sentir como el sol templaba el día, coger una de las miles de efímeras que volaban, ver los patos, soltar una de estas truchitas y andar después por la hierba tan alta, haciendo camino.

Luego, ya de vuelta, sentí que no volvía. Algo importante dejo allí, cerca del agua, el modo en el que se acelera el corazón a la velocidad de la carrera del barbo o una forma de plenitud y libertad que sólo allí puede sentirse, cuando toco las pintas rojas de las truchas.



lunes

ANDANTE



De nuevo andando por el agua. Días de “pesca intensiva”. Primer día por la mañana temprano al río I. tras los barbos y por la tarde a hacer volar la seca tras las truchitas de la bellísima garganta libre de M. El segundo día, madrugón tras los truchones de la garganta J. y por la tarde a engatusar capones entre la selva sumergida del crecidísimo embalse de V. El tercer día de nuevo al alba tras los barbos del río T. y por la tarde subida por la umbría garganta de P.  con poca fortuna. En especial el paseito de bajada de una hora por un camino jabalinero y luego de subida por la difícil garganta J. puede considerarse “pesca extrema”. Ese último repecho cualquier día acabará conmigo. No es mal fin.


Volvemos maltrechos, reventados, hambrientos, felices, aunque no hayan sido todos los días afortunados. Acabamos cada noche en la bañera con el agua bien caliente, su espuma, su kilo de sal marina, su buen puñado de lavanda seca y una cerveza helada para ir bebiendo con los ojos cerrados allí metido, en la gloria.
Ese cansancio es adictivo y flotar en la bañera uno de los placeres más intensos y asequibles que conozco. Mi hijo el pescador se baña con un comic, yo con un libro. Más de uno se ha ahogado por culpa de un excesivo cansancio o relax del pescador.

Mientras entrecierro los ojos, metido en la bañera pienso que tal vez no sean las escasas truchas las que me empujan a bajar muchos días por la garganta J. sino la belleza del paraje, de su bosque de galería, de sus pozas. Tal vez no pesquemos solamente truchas, tal vez bajemos hasta allí para pescar ese horizonte, ese paisaje, ese campo bellísimo que consideramos nuestro. Pero no es nuestro sino todo lo contrario, somos nosotros los que pertenecemos al río, de sus aguas bebo y con ellas lleno, derrochón, mi bañera, en ellas nado en verano y me tumbo a la sombra de los sauces a echar una siesta en una hamaca mientras por todas partes zumban los bichos y la vida.

Me siento de nuevo “en forma” y agradezco a mi cuerpo que no me falle, que tenga las mismas fuerzas que mi deseo, que mantenga el equilibrio saltimbanquis por los canchos pulidos de las gargantas, que no me canse pescar, ya sean barbos, truchas, carpas o paisajes. Nunca sedentario, siempre andante.