El pescador a mosca es siempre un perdedor. No hay triunfo en el río. No hay vencedor. No hay premio o gloria o aplauso. Quién piense lo contrario se engaña, es tonto, no sabe nada del agua. Tal vez este sea el descubrimiento más importante y más impactante, cuando sientes esta certeza de muy joven: perder es la constante en el río, en la vida. Perder es el hilo que nos lleva siempre hacia delante. Da igual que hayamos tocado muchas truchas, grandes truchas o sea un día de bolo. Perdemos siempre y descubrirlo, qué sorpresa, nos da paz, provoca una sonrisa, hasta nos acaricia la felicidad. Perdimos por placer, sin importarnos esa derrota, sabiendo que vivir, pescar, es siempre perder un poco o mucho o casi todo. No es la pérdida de una propiedad o una posesión, de algo de verdad nuestro, sino de aquello que nunca hemos tenido aunque lo hayamos disfrutado o vivido o tocado. Más que perder, dejamos ir.
No hablo del pez, de capturar y soltar. Hablo del tiempo en
libertad, el placer, el disfrute, la felicidad, lo grato de estar pescando,
viviendo. Todo eso que es siempre inaprensible, no acumulable, no atesorable.
Ni siquiera nos sirve el cofre de la memoria. Todo se escapa siempre como
líquido o humo entre los dedos.
Ha subido temprano a un torrente muy sombrío y emboscado lleno de
pequeñas pozas oscuras y un chorro de agua bastante limitado ya por el tórrido Julio. Una trucha
casi negra, con pintas muy anaranjadas ha subido a un pequeño trico de ciervo. Es una
trucha preciosa. Huele a bosque y a musgo. Fuera del río hace un calor del
demonio. Allí dentro hace fresco. Parece la temperatura que tuvo el paraíso.
Bebe del mismo charco donde soltó la trucha azabache. Se come luego el bocadillo con hambre. Sigue pescando mucho tiempo. Clava una buena trucha dorada con una ninfita peluda. Cuando se va de sus manos le cuesta tener la
certeza de que está aquí, sin vadeador, en camiseta, saboreando el frío.
Todo se pierde. Se nos escurre la vida por los días que pasaron.
Pero estamos aquí. Estamos.