El hijo pescador ya es más alto y tiene en la cabeza todas esas
preguntas trascendentes que calentaron desde hace miles de años las neuronas de
los hombres: porqué, cómo, hasta cuándo,
a dónde… que uno le diga que la vida es esto y su sentido es un secreto que
debe buscar dentro de su corazón no le sirve de mucho. Que uno le explique que
buscar la buena vida le llevará la vida entera o que le cuente porqué es
importante seguir los propios sueños y saborear con atención este presente,
tampoco le servirá para borrar la sorpresa o la incertidumbre abrumadora de sus
ojos cuando descubre la infamia, la injusticia, la idiotez y el derroche del
tiempo que nos lleva.
Me levanto temprano y le dejo dormir. Crecer agota. Aprender a ser
hombre siempre es cansado. Luego lo olvidamos, no recordamos como era aquel
tiempo en el que el mundo era enorme y ningún camino estaba definido.
El rio que nos lleva esta precioso, deslumbra, impone pararse,
contemplar, respirar. Hay tiempo para todo. Las truchas se dejarán tocar, pero también
las piedras y las ramas de los sauces o las cicutas que se acercan al agua. Uno
se siente con todos los sentidos por fin despiertos, con la atención muy clara,
sin necesitar ayudas tecnológicas para saber que sólo hay esto, la tierra, el
pequeño planeta lleno de agua por azar.
Luego de vuelta, arrancando algunas flores de tomillo para oler,
mirando las nubes hacerse densas y grises, escuchando el zumbar de millones de
insectos llenos de energía, dejar atrás el río me entristece. Delante está el
domingo que se agota, la zozobra de seguir sobreviviendo en lo precario, el
mundo de las palabras, los cotidianos derrumbes.
De vuelta a la ciudad, en el largo viaje, converso de nuevo con el hijo pescador de lo
único que importa. Y la tarde se llena.
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