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Nunca quisimos ser los reyes de Alejandría aunque tantas noches
hablábamos de su fantástica biblioteca, antes o después de tocarnos, como quien
vuelve a lo importante después de haber rozado lo más imprescindible. Ensaladas
de berros, anchoas y vino. Aceitunas, pan tostado al fuego y queso de cabra. No
éramos los reyes de Alejandría aunque nuestra alimentación de esos días fuera
tan parecida a la de aquellos remotos navegantes Griegos. No leíamos pero hablábamos de
los libros que nos habían deslumbrado. Tampoco nos movimos de la casa aunque
evocamos remotas ciudades que a veces existían y a veces ya no estaban. Luego
te fuiste durante una semana a cerrar obligaciones o trabajos y yo me quedé en
la casa junto al río. Me levantaba tarde, bajaba al pueblo a comprar el pan, me
hacía un bocadillo y salía al río sin obligación alguna de volver, sin otro
horario que mis ganas. Si las horas de calor me pillaban lejos buscaba una
sombra bajo una gran encina y me dejaba caer y cerraba los ojos sin preocuparme de los escarabajos
o las hormigas. A veces me pegaba un baño antes de seguir pescando despacio,
nunca vi a nadie más, igual que un rey de entonces, dueño de unos dominios que
desbordaban el horizonte. Recuerdo un gran barbo dorado que picó en una
corriente poco profunda, me rompió el sedal y siguió nadando a toda velocidad
por medio palmo de agua, derrochando energía, burlándose de mi impericia. Solté una
carcajada. Me reí de mi mismo, me quité la gorra e hice una reverencia como se
hacía en el XVIII a los reyes arrogantes. Si alguien me hubiera visto...
¿Qué has hecho todos
estos días tan solo? Me preguntarse a tu vuelta,
mientras entrábamos en las sombras. Y yo te respondí. Ejercer de monarca consorte y esperarte.
Si yo te hubiera visto te hubiera saludo de forma cortes y te hubiera invitado a unas viandas.
ResponderEliminarGracias Ferrán. Y conociéndome las viandas hubieran sido bien venidas...
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