lunes

GANAR


Tan complicados aprendizajes son los de ganar como los de perder. Ganar suele ser poco frecuente, perder suele ser la norma de vivir, pero es muy difícil armar con palabras todo esto para que lo entienda el hijo pescador. Lo aprenderá con el tiempo, él solo, con sus pequeños triunfos y sus repetidos fracasos en aventuras, suertes, trabajos, amores y ríos. Aún así, al pescador le duelen más los fracasos del hijo que los suyos y se alegra mucho más de los éxitos de él que los propios. En la vida, en el agua. Aprende el pescador de todo lo que al hijo le apasiona, el surf, la nieve, cocinar, pescar, un libro nuevo, viajar, escribir…  y mira con sus ojos todo esto de ganar o de perder, del éxito fútil, de los fracasos seguros por venir. Sin ser masoquista, le dice, le cuenta, le explica, que él ha aprendido a saborear con placer también esos fracasos y derrotas. Quizá porque en el río, buscando o peleando con las truchas todo eso de fracasar o triunfar es siempre relativo.

Siempre comienzan allí, en esa tabla ancha y de buena profundidad que hace más de un siglo suministraba agua a un molino de aceite. Luego se va estrechando entre un paredón de granito en cuyo borde se agarra un gran sauce y la orilla opuesta abrupta y llena de maleza desde la que es muy difícil lanzar. La cabecera es un chorro rápido, grueso y profundo que hace un rizo y luego un remolino antes de meter el agua en la cueva de la roca. Allí tocó el pescador la trucha más grande de su vida y ese sitio le atrae siempre, como un potente imán, muchos días de abril aunque pocas veces toque pez en el lugar.

La caminata hasta la tabla es larga y pesada. Luego está el vadeo no siempre posible y siempre complicado para cambiar de orilla. Después un nuevo cruce para dejarse descolgar por la rasera sin hacer mucho alboroto y sin que el agua le llene el vadeador porque aquel sitio tan transparente sigue siendo profundo. Una vez allí, el pescador dice en silencio: "ya está". Saboreará una hora larga en la que lanzará aquí y allá disfrutando de cada segundo de agua, de la belleza del paraje, de las siguientes cuatro tablas y pozas que le esperan más arriba y que, a esa hora de la mañana, sabe que nadie ha tocado aún.

Hacia abajo, el río se descuelga en una sucesión de largas y anchas chorreras con la única orilla accesible llena de canchos de granito rosado y pulido, diminutas playas de arena en las que las nutrias dejan la firma de sus huella y trozos de roca afilados desprendidos  de la abrupta loma que empuja el agua hasta el balcón de La Lobera. Esa zona le gusta a su hijo el pescador, pero no a él, tal vez porque le duele recordar los días felices junto a Ángel, su maestro pescador, que ya no vive. A Ángel le gustaba mucho aquel trozo de río de aguas rápidas, así que él, entonces, se adelantaba un buen trecho para que pudiera pescarlo a gusto y a su ritmo.

La felicidad es siempre escurridiza, poco definible, muchas veces inexplicable, pero aquella tabla nunca falla. En cuanto se sumerge en el borde de la rasera con el estruendo del agua tras de sí, la siente y la toca. Da igual que clave o no clave alguna trucha. Le parece un lugar mágico por eso, porque siempre se siente bien pescando allí.

Hoy el pescador no sabe que pinta en la ciudad. Le fastidia pensar que aún le faltan muchos días para volver al río. El nunca ha tenido paciencia. Hasta piensa que en realidad pocos pescadores tienen eso, “paciencia”. Esa virtud ha sido siempre supuesta por todos esos tipos que precisamente no son pescadores. Él no conoce a algún pescador mosquero que tenga mucha paciencia.

La felicidad es siempre complicada, por eso hay que buscarla, perseguirla, pescarla y no esperarse quieto, con “paciencia”, a que pase a nuestro lado para agarrarla. El agua es igual que la felicidad, a veces escurridiza y bronca, en ocasiones profunda y muchas veces rápida. Nunca se para. Pero en este lugar es muy nítida y cercana.

PD: Ayer corrimos juntos en la Carrera de Madrid por Siria 2017. Cruzamos juntos la meta. Felices.


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