Ilustración de Isidro Ferrer |
Le preocupa que el hijo pescador estudie, progrese, se forme, no
fracase, trabaje, se emancipe, sea una persona feliz a ratos, buena persona
siempre… No dice, o se ahorra, eso de “un hombre de provecho”, no tanto porque
le suene viejuno como porque conoce a muchos tipos que se convirtieron en hombres de provecho y son unos gángsteres,
legales y con prestigio, unos verdaderos cabrones que ganan pasta, tienen
coche caro y son admirados por saber pisar cuellos, explotar a la gente, chupar
del bote, manipular y hacer bien las trampas que permiten nuestras reglas del
juego.
Le preocupa, sí, pero no tanto como para enfadarse, reprochar o
castigar cuando el hijo vaguea, duda, tropieza o se equivoca. Y no tanto como
para disgustarle, obsesionarle o hacerle infeliz. Porque hay otras cuestiones
que de verdad son importantes, las importantes de verdad, las decisivas, las
fundamentales, aquellas que casi todos los padres dan por supuesto y nunca lo
son, aquellas que obviamos porque consideramos naturales, fáciles,
propias de ser niño, adolescente o joven. Y no lo son. No lo son nunca aunque
las tengamos olvidadas o edulcoradas en la pura retórica sin valor y la
nombremos en vano tantas veces: La salud.
Los seres humanos somos animales vulnerables aunque en este siglo
XXI el progreso y los sistemas sanitarios públicos parecen haber borrado de
nuestro presente esta enorme y permanente fragilidad. Pero a veces descubres esta certeza, en
ocasiones chocas con esta real fragilidad de estar vivos un día más. Entonces todo cambia. Tu
percepción completa del mundo, de lo que de verdad importa y lo que no, de lo
que tiene valor y lo que sólo es humo.
Fue un azar que el otro hijo, el no
pescador, estuviera a punto de morir este verano por una enfermedad que yo creía
hasta ese momento leve y superable, más molesta que grave. Días después,
también por azar, leí hipnotizado, sobrecogido, parando tantas veces la lectura para
no llorar, “La hora violeta” de
Sergio del Molino. Tuve la inmensa fortuna de que mi hijo superase con bien la
enfermedad tras algunos días de angustiosa incertidumbre. No tuvo esa suerte el
hijo de Sergio y además sé que desde mi más absoluta voluntad de empatía es
imposible ponerme en su lugar o acercarme siquiera un poco a lo que él sitió y
cuenta en ese libro: “Mi hijo Pablo tenía
diez meses cuando ingresó en el hospital, y estaba a punto de cumplir dos años
cuando arrojamos sus cenizas. Ése es el tiempo que cabe en nuestra hora
violeta. Ése es el tiempo que cabe en este libro, que contiene todas las
palabras que hacen falta para nombrar mi condición” (pág. 11).
Por eso lo que de verdad me importa es que mis hijos crezcan
sanos. Lo demás importa poco, algo, casi nada, nada. La vida les irá empujando “como un aullido interminable” hacia sus
fracasos, tristezas y desencantos… y
ahí estaré yo para decirles que no se preocupen, que “La
vida es bella, ya verás / como a pesar de los pesares / tendrás amigos, tendrás
amor”. Y para sacarlos a pescar o que ellos me saquen a mí de vez en
cuando.
Que sigan sanos. Yo no necesito más.
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