Le gusta la lluvia torrencial, casi furiosa, con ganas de mojar hasta el alma caliente de la tierra. Ver el agua tras el ventanal grande, escucharla abrigado con un libro de historia de la Tuchman o de Fermor. También estar fuera, en la intemperie, respirando como enfría el paisaje, en la orilla del río sintiendo la crecida antes de que se enturbie la corriente, y después, cuando llega a rugir como una risa loca y ronca. O dentro de un viaje largo, conduciendo a la velocidad que le dejan las gotas. O de noche, a eso de las tres, alborotando la oscuridad cerrada, intentando despertar la luz sin conseguirlo, pero a ti sí y abres los ojos con asombro, igual que siempre, da igual que tengas cinco o cincuenta años.
También hoy, bajo un cielo oscuro y tormentoso en medio de la
mañana, en medio de la garganta o en medio de la vida. No tan en medio.
Nunca hay equidistancia. Siempre estamos pisando la otra media, siempre cerca
del borde, a un paso de nada aunque no le importe o lo olvide o lo ignore o se
encoja de hombros. Ha puesto una seda negra y pesada que se hunde rápido y un pequeño
zonker también negro con cabeza de plata y brillos verdosos. Recoge a pequeños
tirones. Sólo toca las pozas hondas y los tablazos estrechos en los que el
tiempo ha cortado el granito hasta pulirlo como piel, desnudo hasta de liquen. Luego el tirón brusco, esa
dureza furiosa, una resistencia bruta. La suavidad del sedal que se escapa
entre los dedos mojados. La lluvia que arrecia de pronto como aplauso. Haces
equilibrios sobre las rocas, orilla arriba, en paralelo a la carrera de la
trucha. No sabrías decir si hay más agua en la corriente o en el aire. Respiras
agua. O casi. No querías tenerla ahí en
la sacadera, hubieras estirado todos esos pocos segundos por unos cuantos
miles. No querías verla. Te gustaba tenerla bajo el agua, sentir que sólo era
un concepto, un misterio abstracto, algo que pelea contra ti. Sin identidad ni
colores, sin saber de su tacto y su derrota. O la tuya.
Ahora en la ciudad la lluvia sólo ensucia, hace barro fino con la
contaminación y el tiempo derrochado, sin sabor, de tantos miles de incautos
que siguen creyendo que están en medio aún o en el centro de todo. También tú.
La mañana que viviste ayer se ha convertido ahora en un puñado de palabras
escritas, en un rastro de colores desvaídos que ya se pierde y no tiene fuerza,
ni calor, ni brillo. Aún así te empeñas en intentar guardar algo de ese día. Te
sirve conservar sólo el olor de la lluvia en tus pulmones esas horas, el bosque
de ribera y el monte saturados de agua o esa voluntad tuya de antes de que la
trucha mordiera, esas ganas de dar con ella, de burlar el frío y el cansancio
con arrogancia. De saber que en una hora más de lluvia torrencial el río
enseñaría su rabia y su belleza.
Bonito
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