Vas a levantar la mosca del agua. Ya esta fuera y en ese instante salta la trucha como un delfín para cazarla. No duraría el instante más de una décima de segundo. Al segundo siguiente el pez revoloteaba por el aire hacia la sacadera.
El tiempo se desliza por la tarde. Son casi las diez y aún es de día. Vuelves por una selva de cicutas y malezas muy altas, bajo un bosque de ribera en el que no hay rastro de cultura o destrucción ¿Qué valor tiene esa décima de segundo?, ¿qué magia química y eléctrica ha grabado en tu memoria ese instante?, ¿por qué azar o qué milagro se olvidaron de este bosque de maravilla?
También recuerdas las dudas, tu poca fe en el feo trico caramelo, la lentitud con la que ataste la mosca con ese nudo Orvis que te gusta en ese cero nueve que ahora usas y como, a pocos metros de ti, se cayó un viejo árbol sin motivo, sin hacer ni gota de viento, porque le tocaba caer después de haber aguantado firme varios años, ya muerto. Fue un estrépito de catástrofe y luego de nuevo silencio y murmullo de agua. Nunca había contemplado el derrumbe de un árbol. A veces no sabes si la vida es una suma de instantes recordables o es el residuo pegajoso y vacío que los une sin más. Si la vida de verdad son los segundos que guarda la escasa biblioteca de tu memoria o las miles de horas o de días que pasaron sin causa y sin perfume.
Por eso te gusta sentir el pez, su tensión, su pálpito entre los dedos mojados. Es la forma más cercana que sientes de tocar de verdad el tiempo que posees. Ahora, a medias supersticioso a medias empírico, fabricas nuevos tricos caramelo y no sabes si son un buen señuelo para truchas voladoras o un imán de instantes felices. Todos los pescadores saben que las moscas buenas son una llave mágica que abre una puerta hacia un País de las Maravillas muy secreto. La cerradura está en el agua y es cosa del pescador y de sus dedos, su pulso o su instinto, saber girar la llave, empujar despacio la gran puerta y entrar de nuevo en él.
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