Baja al Tiétar en medio del invierno. La
arena y la hierba seca cruje escarchada. Va bien abrigado pero el viento se va
colando por alguna esquina de la ropa y le va helando. Camina mucho tiempo. No
se para. Desde muy joven descubrió que el caminar nunca le cansa, al contrario,
le llena de una extraña energía, una euforia infantil que siempre le sorprende,
en cambio, si se para, siente el agotamiento, la pereza, la vida brilla menos.
Llega hasta una poza grande y redonda con
una ruina extraña que sobresale en medio y nunca ha sabido que pudo haber sido
en otro tiempo, tal vez un pilar de puente o los cimientos de un viejo molino
cuando el cauce era otro distinto. Al segundo lance clava. Una pelea bonita,
con carreras intensas y hasta un salto. Hace una foto al pez y al volver al agua pega otro salto. Piensa que
debe haber barbos con alma de salmón. Sigue caminando, ya siente el frío en
todas las esquinas pero no le importa. Con leña de arrastre, en medio de una
playa, hace una hoguera. Durante un rato, sentado sobre un tocón lavado por mil riadas, deja que el fuego le temple un poco. Recuerda a veces “el
verano” de Albert Camus, escrito en el oscuro invierno bélico de 1940, un librito
de pocas páginas que suena y calienta como una hoguera grande: “En medio del invierno, descubrí que había, dentro de mí, un verano
invencible. Y eso me hace feliz. Porque esto dice que no importa lo duro que el
mundo empuja contra mí; dentro de mí hay algo más fuerte, algo mejor, empujando
de vuelta”.
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