Mi hijo el pescador me pregunta si él va a tener que pasar la adolescencia, si será un chico torpe, hipersensible, criticón, voluble… Supongo que si -le digo- las hormonas se revolucionan, el cuerpo se vuelve loco y comienzas a cambiar, crecer, desarrollarte, ya sabes. Pero estarás preparado, porque ya lo has visto en tu hermano, no te pillará por sorpresa.
En la adolescencia nace, crece, se consolida gran parte de nuestra forma de ser y estar en el mundo como pescadores. Yo no podía soportar estar sentado en una silla en la orilla de un pantano esperando a sentir picar las tencas en la punta de mi caña. Mi tío Miguel nos llevaba a pescar tencas, pero lo mío era escaparme a la garganta con una caña larga de bambú a tentar a las bogas y a los barbos en la corriente, nuestra pasión era la del trotarrios tras las difíciles truchas.
Un adolescente que aguanta siete horas de pupitre en el instituto es un héroe forzoso. Uno que aguanta tres o cuatro horas pescando sentado carpas o tencas es un tipo raro que será sin duda, en el futuro, un buen oficinista con la paciencia del santo Job para con sus empleados o sus jefes. No era mi caso.
Así era yo -le digo- más o menos con tu edad, mi tío Miguel se empeñó en la foto. A mi la tenca me pareció un pez triste, aburrido y algo tonto que se empeñaba en vivir entre el fango en lugar de hacerlo en un torrente de agua cristalina. No parece que presuma demasiado de captura. Yo descubrí que para mi pescar era estar siempre en marcha, ribera arriba, en pie, en el agua, buscar el pez y no esperar a que el pez me buscase a mí. Le digo: No tengo paciencia. Eso ya lo descubrí entonces. Tal vez por eso nunca sea demasiado buen pescador.
Mi hijo el pescador tarda un poco en responder. Creo que yo tampoco tengo mucha paciencia.
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