Cada noche, todas las noches, durante
muchos años, hasta que él comenzó a leer libros, le contaba un
cuento. Se esforzaba siempre en inventar una historia perfecta, de personajes
verosímiles aunque fueran monstruos, animales, guerreros o peces... Tenían las historias sus momentos de acción, de sorpresa, de intriga, su final feliz y su magia.
Cada noche, durante muchos años, inventó docenas, cientos de cuentos, siempre
distintos. No importaba lo cansado, triste o aburrido que estuviera. El baño,
la cena, el pijama, el cuento. El hijo nunca quería que le leyera los cuentos
impresos que les regalaban, siempre quería cuentos inventados, distintos,
originales… y él se esforzaba, ponía en ello toda su imaginación, sus ganas, su
voluntad, su alma. Ponía mucho más de él que la vida que gastaba en el trabajo
o en su pareja o en escribir. Y esa tarea, ahora se da cuenta, siempre fue un placer intenso e intimo.
Hoy no recuerda ninguno. Tampoco el hijo recuerda todas esas noches de meterse en
el sueño con todas aquellas historias que inventó para él.
De igual forma, desde muy pequeño, el
hijo ya pisaba los ríos de su mano detrás del amanecer y de los peces. Una vez
el padre pensó que todos esos momentos los borraría el tiempo como antes
olvidaron ambos todos aquellos cuentos. Por eso comenzó a escribir, en este pozo
oscuro de agua limpia, de esos días en los que pescan juntos, para que los años no les dejen
desnudos y vacíos.
Hay una forma de olvidar necesaria, otra triste, otra, peor
aún, motivada por la enfermedad y la vejez y otra causada por no considerar la
memoria como nuestro único tesoro.
Todo esto no se lo cuenta a su hijo el
pescador, pero desde entonces, cada día de pesca, lo engarza con palabras escritas
como si fuera un diamante.
Pasa el tiempo y entonces, saca la piedra
y la ve brillar al sol, como aquel día.