Aquel día de
abril diluviaba y sin embargo, aún sin luz, el pescador metió el equipo en el seina y bajó a su río escuchando a Lou a todo volumen en el cassette. La garganta comenzaba a estar
crecida y bronca pero, ayudado con un palo, con el agua por las rodillas, cruzó por el murete de la represa ya desbordada.
Con dieciocho no le daba miedo el agua, así cayera el mar entero del cielo.
Llevaba el impermeable largo del abuelo, las botas altas remendadas y un viejo sombrero engrasado de
fieltro fino. Al contrario, la lluvia fuerte y hasta torrencial, le llenaba de euforia en la seguridad de que nadie más bajaría a pescar
con ese tiempo endemoniado. Sabía que los pescadores del pueblo eran unos tipos cómodos y
sensatos que esperaban siempre a que escampase. Pero él estaba hecho de otra
pasta. Le gustaba el golpeteo de los goterones sobre le tejido y sentirse protegido
bajo el impermeable, el desgastado jersey de lana cruda, el sombrero y su pasión enfermiza
por las truchas. Con tormenta tocaba pescar entonces sólo las orillas, lanzar allí donde el torrente daba un poco de descanso, en las zonas anegadas donde la
corriente o la espuma no eran aún excesivas.
La lluvia
fuerte, desordenada, enredada en el viento, sonando sobre todas las hojas del
bosque era también unas buena canción. A pesar de la crecida, el agua aún no estaba turbia y las truchas iban
saliendo. Estaba desanzuelando una, encima de un gran cancho, sobre Poza
Redonda, cuando escuchó el ronquido. Era un sonido raro, sordo, enorme, como el
que imaginaba que haría un terremoto y que se podía escuchar con claridad por
encima del rugido de la cascada furiosa que golpeaba por la izquierda el fondo de la poza.
Cuando la vio
llegar saliendo de la curva del río se quedó paralizado por el asombro, no por
el miedo. La enorme almadía de palos, árboles y espumarajos aparentaba avanzar muy
despacio pero en menos de un segundo llegó aquel tapón de maleza y barro a sus pies. El agua era ahora marrón. El nivel subió de golpe más de un metro y
los troncos crujían, saltaban y chirriaban como animales vivos al rozar con las piedras y
caer a través de la cascada. El pescador estaba ahora aislado en lo alto de su
cancho, rodeado de espuma sucia, ensordecido por la crecida y por el extraño sonido de las enormes piedras del fondo que movía la riada como si fueran azucarillos en la taza de un loco. Se
sentó sin temor. Arreciaban con más fuerza el aguacero. El pescador silbaba una
canción que no podía ni oír por encima del estruendo. Sonrió. Sacó del bolsillo los
higos secos con nueces que se había preparado por la noche y comenzó a
comerlos. Apenas eran las diez de la mañana.
Allí estuvo
varias horas rodeado de muerte. El agua aún creció medio metro más con la alegría de aquella juerga de Noé. Luego el
nivel bajó lo suficiente para poder saltar hasta las piedras de la orilla. Más
tarde supo que la riada se llevó dos puentes e inundó, como nadie recordaba,
las vegas y las casas del llano, llevándose por delante todo lo que encontró a su paso. Caminando de vuelta al coche, aún
sentía como vibraba la piedra donde había estado sentado como si aquella vibración de guitarra furiosa se le hubiera metido debajo de la piel. Ahora sí podía escuchar la canción que
silbaba encima de aquel cancho.
She said, "Hey babe, take a walk on the wild
side"
I said, "Hey honey, take a walk on the wild
side"
And the colored girls say
Doo do doo, doo do doo, doo do doo…
Han pasado muchos años. Lou
Reed ya está muerto y el pescador recuerda con asombro y una sonrisa aquel día peligroso. Era verdad, ahora lo sabe, la vida fluye
a veces bronca y turbia como una crecida rabiosa. Otras sin embargo, la
corriente es suave y casi dulce. El miedo o el peligro siempre son otra cosa. Doo, doo do doo, doo do doo…
Salvaje relato, Ramón. Hasta he pasado algo de miedo imaginándome en esa roca. Un saludo, Emilio
ResponderEliminarSobre todo el cloc, cloc de los pedruscos golpeando por el fondo. Eso es espectacular.
EliminarPero lo que da miedo es siempre que les pase algo a los otros, a quienes quieres...
Me lo creo, una vez trabajando en Ávila los compañeros de Medio Ambiente me mostraron desde un puente sobre el Tormes a qué increíble altura llegaban las crecidas. La eritema eran los enormes desconchones que los bolos de piedra hacían en los alisos a tres metros de altura sobre su base.
ResponderEliminarSiempre me pregunto ¿dónde se meten las truchas?...
EliminarSupongo que posteriormente no lo contarías en casa, porque aún con 18 años, la madre no te deja volver al río !! ;-)
ResponderEliminarNo tenía ni idea... si supiera o hubiera sabido mi madre dónde nos metíamos antes... y ahora...
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