Los barbos se acercan nadando muy despacio, perezosos. Hay que
andarse con ojo y no moverse, no hacer sombra, lanzar con la lentitud de una
araña y mantener la pose que tiene la rama de un aliso, con paciencia, memoria y esperanza. Pero los árboles se mueven, sólo hay que tener ganas de mirarlos, ver
como a través de las estaciones, de los años, se mueven hacia arriba y hacia
abajo, mueven sus raíces y sus ramas, sus hojas al crecer o al caer. También se
mueven a lo ancho engrosando sus troncos. Y cuando la brisa los
toca también suenan, susurran, a veces casi aplauden si el viento está furioso.
No tienen corazón ni cerebro pero hacen cosas muy sofisticadas, fabrican azúcar
en sus hojas partiendo de materia inerte, agua, luz y luego la llevan hasta las
raíces para seguir creciendo y hacer frutos, luego semillas. Todo el azúcar
que necesitamos para que nuestro cerebro piense lo fabrican las plantas. Los
árboles del río beben sin esfuerzo. Muchas veces piso sus raíces cuando afloran
desnudas en la orilla. Los que están lejos deben buscar la humedad escondida,
las corrientes de agua subterráneas, lo que nunca hemos visto, esos ríos que
hay debajo de la tierra llenos de agua fósil y quien sabe qué misterios.
Descanso de este sol fuerte de Julio a la sombra de sauces,
alisos, chopos, fresnos, castaños, robles, nogales, zarzas, adelfas, tamujos,
enredaderas, helechos, ortigas… beben agua que luego se evapora en sus hojas y
eso hace que la temperatura a su lado sea agradable, muy distinta a la que hay unos metros más
lejos de este precioso bosque de galería. Dicen que cuando estaban haciendo la enorme
trinchera del Canal de Suez encontraron una raíz que había profundizado
buscando el agua más de treinta metros. O que hace poco encontraron una higuera
salvaje en Sudáfrica que había llegado con sus raíces a más cien metros de
profundidad. Pero los árboles de mis ríos no tienen que trabajar tanto. Beben
sin problemas, dan sombra, germinan, dan frutos, dejan caer sus hojas cuando
llega el invierno y así pasan la vida a mi lado o yo al suyo. Una decena de metros más arriba hay un
pequeño secadero de tabaco abandonado y junto a uno de sus muros crece una
higuera que da brevas, no muchas, quince o veinte, que suelo coger todos los
años desde que la descubrí. Hace años, con prisas y hambre, arrancaba tres o
cuatro y me las iba malcomiendo río abajo para no perder tiempo y llegar de una
vez a la poza. Ahora no tengo prisa, traigo de casa un poco de buen jamón
cortado muy fino y me hago bocatines de jamón y brevas peladas. Sentado, sin prisa, las mastico con
usura, las saboreo despacio, la mezcla agridulce está exquisita, son el mejor
desayuno del mundo a eso de las nueve. Luego bajo a la poza más grande
contemplado la belleza del bosque de ribera y los musgos y líquenes que cubren
los canchos. Ahora, ya en la poza, bien comido y
bebido, a la sombra de un aliso y un sauce, acecho a los barbos que se apostan
en la corriente mermada que aún queda. Los placodermos, peces vertebrados y ya
con mandíbula, aparecieron hace 400 millones de años. El Tiktaalik, un pez con
extremidades vivió hace 375 millones de años. Los árboles llevan aquí más de
385 millones de años. Nosotros, el sapiens sapiens, apenas 200 mil. y ya somos una plaga.
Así que estoy rodeado de viejos amigos dependientes del agua como yo. Aunque otros
sapiens, rio arriba, vampirizan el agua para regar alguna ambición o algún
jardín con césped y luego parte de ese agua rezuma llena de glifosatos,
nitrógeno, fosfatos y otras miasmas enmierdándolo todo. Hasta que un día todo se
seque y no tengamos agua potable para beber. Se morirán los
sauces, los peces y los sapiens. Resistirán los líquenes, las adelfas, los
arraclanes y espero que la higuera que da brevas, así si viene algún marciano
de lejos y descubre lo idiotas que fuimos podrá comer unas brevas aunque no
tenga jamón para adornar el mordisco. Tal vez nos utilicen a nosotros, amojamados ya, convertidos en momias camino de ser sólo fósiles, por ser gilipollas.
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