Un fallo. Todo bajo control. Luego la nube. El desconcierto. La
espera y la angustia frente a los televisores. Después se fue cayendo todo como
un castillo de naipes. La telefonía. El sistema eléctrico. Los colapsos de
tráfico. La vio a lo lejos. A veces marrón a veces tornasolada empujada por los
vientos del oeste. La gente huía igual que en las películas salvo por el
silencio. Salió caminando campo a través en dirección contraria. No se veían
sus montañas. Cruzó varias autovías llenas de coches sin gente, cercas
metálicas vencidas, descampados que no llegaron nunca a urbanizarse. Grupos de
personas agotadas compartiendo viandas que hablaban a gritos o en susurros. Bolsos
de viaje abiertos y abandonados, botellas de plástico vacías. Después nada.
Llevaba horas caminando. Cruzaba barbechos aún resecos y campos de siembra de
un verde intenso. Cuando llegó al primer río no le importó mojarse hasta por
encima de la rodilla. No llevaba nada. Ni siquiera el miedo o las llaves de
casa. Al atardecer, el sol de primavera reflejado en la nube, ya más lejos, la
llenaba de tonos naranjas y azules. Era alta e infinita como un frente de
tormenta. Tras ella la muerte. O sobre ella. O antes de ella. Pero ya no
pensaba en todo eso. Ni en las advertencia de los pocos. Ni en la seguridad de
las autoridades al principio. Llegar a las montañas, se repetía. No el para
qué. Tampoco el luego. Sólo tenía sus
pies y la cazadora vieja que había cogido a pesar del calor de abril. Nada para
protegerse. Ninguna herramienta para comenzar a reinventar la civilización. Ni
siquiera un cuchillo de cocina o una caja de cerillas o el móvil por si el
sistema volvía a funcionar. Le sobresaltaron las perdices que asustó al final
el bosquecillo. O tal vez fuera la suave tranquilidad del tiempo allí, como a treinta
kilómetros ya de la metrópoli. Se alejó de un camino asfaltado, de las primeras
casas de una urbanización. Cruzó un pinar umbrío y una zona de huertos con los
frutales llenos de flotes caídas. Se sintió bien por no ver a nadie. Dijeron
que no habían podido apagarlos. Que el segundo reactor también había reventado.
Que la nube seguiría creciendo. Y quién sabe. Decían muchas cosas pero ya no
repetían como malos actores las palabras “control” y “tranquilidad” hasta que
la gente dejó de escuchar y creer. Se sentó a descansar antes de cruzar el
arroyo lleno de cañizos altos y secos. Descubrió junto a su zapato las dos piedras
suaves color caramelo y se las metió en el bolsillo sin pensar. Ya se veían a
lo lejos las montañas con sus manchas de nieve resistiendo. Bebió un poco de
agua. Primero con prudencia. Luego con ganas. No sabía a lodo pero sí a hierba
cortada o a fruta demasiado madura. Siguió caminando reconfortado. Luego orinó
contra un tocón lleno de setas parásitas. Apenas quedaban dos horas de luz. Ya
no miraba la nube venenosa que estaría muy cerca del primer cinturón de grandes
pueblos del sur de la ciudad. Entonces sintió la punzada del hambre de una
forma animal, casi con dolor. No recordaba haberla sentido nunca. En la oficina
siempre tenía en el segundo cajón una bolsa de almendras y dos barritas de
chocolate y barquillo. Además la máquina del pasillo tenía de todo. En la
última reunión del departamento se habló de quitar algunos snacks y meter
bolsas con fruta cortada pero sin mucho entusiasmo. Su compañera de
departamento le dijo burlona que estaba engordando. Ahora todo aquello le
parecía como una historia leída en un libro comprado por error en un
aeropuerto. Rodeó un campo de cardos muy altos y un olivar tapizado de flores amarillas
de diente de león. Tras cruzar una nueva carretera secundaria, en el terragal
triangular que formaba el cruce, vio escabullirse a un conejo. La cuesta estaba
llena de madrigueras. No pensó, ni planificó, ni meditó verbalmente ninguna
estrategia como cuando memorizaba las presentaciones de power point en la
oficina. Con prisa, pero también con una rara eficiencia mecánica fue tapando
con piedras y palos tronchados todas las madrigueras salvo una. Descubrió
entonces, sorprendido, igual que si hubiera encontrado en medio del campo una
mochila llena de maravillas, que tenía ese instinto. Esa sabiduría a medias
ancestral a medias cultivada era su arma o su confortable equipaje. Se tumbó
tras el agujero y extendió su mano como una garra justo en el borde. Cerró los
ojos. Respiraba despacio. Poco tiempo después sintió sobre su pecho los zapatazos
que daban varios metros debajo de la tierra. El primero se le resbaló entre los
dedos, dio un pequeño chillido y siguió corriendo hasta perderse tras el arcén.
El segundo y el tercero los agarró bien. Su mano se cerró mucho antes de que se
lo ordenara. Encontró una chapa alargada junto al comienzo de un quitamiedos.
Tenía el filo suficiente. Los limpió bien y los llenó por dentro con brotes de
tomillo que crecían tras una alambrada. Desanduvo el tramo hasta el arroyo.
Apiló allí paja, cañas finas y leña más gruesa. Su padre le había enseñado como
si fuera un juego o un desafío. Tenía por entonces quince años. Igual que a
cazar. Tardó un rato bien largo. Al final funcionaron las dos piedras de sílex
color caramelo tostado. Se levantó una mínima brisa fresca. Hizo una cama con varios montones de cañizo. El olor de la
carne asada era delicioso. Se sintió bien, en paz, casi feliz, tal vez de nuevo
civilizado. Mientras comía con hambre se acordó de nuevo del viejo. Hacía años
que no se acordaba de él. Dijo algunas palabras en voz alta. Era las primeras
palabras que decía desde por la mañana. Gracias viejo. Sólo la noche escuchaba.
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